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DESAPARECE EL GRAN RENOVADOR DEL TEATRO CONTEMPORÁNEO
Columna
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Una vida errante

Sí, a aquel personaje llamado Willy Loman había que prestarle atención. "No hay que decir que fue un gran hombre. Nunca hizo dinero. Su nombre nunca salió en los periódicos. No representaba el más fino personaje que haya existido jamás. Pero era un ser humano y algo terrible le estaba sucediendo. Hay que prestarle atención. No debemos dejarle caer en su tumba como si fuese un perro viejo. Atención, hay que prestar finalmente atención a un hombre como él". Oía su epitafio el Viernes Santo de 1952, en el teatro de la Comedia de Madrid. Entonces el teatro tenía una vida fuerte, y unas costumbres, un desarrollo: el Sábado de Gloria era su fiesta en Madrid, estrenaban en varios teatros, y se esperaba de los críticos que hicieran sus gacetillas de todos ellos: algunos había que verlos en los ensayos. Estábamos en el patio de butacas el traductor José López Rubio, el director Tamayo y el crítico adelantado, yo mismo. Me conmovió la obra -en aquella época me conmovía-, lo comenté con ellos dos y profetizamos todos: "Nunca vendrá nadie a verla".

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El público en Madrid iba al teatro de evasión, o al puramente cómico; iba a los melodramas. Cuando hablábamos, ya había cola ante la taquilla, y no cesaría durante meses. Arthur Miller, con Muerte de un viajante, había cambiado el teatro en Madrid: como antes en Nueva York. Estaban prestando atención al viejo y agotado Willy Loman, el viajante que trotaba por el país tratando de vender y con alguna aventurilla sórdida en algún hotel. El teatro americano estaba empezando a ser: iban compañías británicas con obras europeas, y los grupos americanos representaban, sobre todo, la gran tragedia griega y romana. Se la aceptaba como propia. Apareció O'Neill, irlandés , y le dio nacionalidad. Apareció Miller, judío polaco nacido en Nueva York -su padre era un viajante de ropa interior: también agotado-, y enseñó la pobreza. El mundo de los emigrantes italianos (Panorama desde el puente), la maldición que cayó sobre los rojos perseguidos por la inquisición del senador McCarthy (Las brujas de Salem). Se casó con Marilyn Monroe, vivió con ella el largo horror de los mitos, de una semidiosa que sufría a cada instante por el verdadero poder y lo reflejó en el teatro con Después de la caída (a él le representaba Marsillach) y ahora había vuelto al tema de la esposa fascinante y muerta de su propio éxito. Sin éxito.

Porque Arthur Miller, que había llenado los teatros del mundo, y es posible que a estas horas haya un drama suyo en cualquier ciudad del orbe, había perdido público. Digamos que lo ha perdido el teatro, y Madrid no es un caso raro: en Estados Unidos, nuestro faro estúpido, también lo ha perdido, el teatro de prosa, humano y directo. Miller atravesaba por esta crisis. La había contado en sus memorias y sus espléndidos libros de ensayo.

Nunca dejó una viva situación de su país o del mundo sin inclinarse ante ella. Antes del Viajante, su primer estreno en España había sido Todos eran mis hijos -por Luis Escobar, que, con Tamayo, serían los que trajeron a España el gran teatro extranjero-, era la primera obra directa y cruda de la posguerra mundial: los logreros, los corruptos, los pequeños dioses del dinero mal hecho que habían construido armamento -aviones de combate, en este caso- recaudando dinero a costa de las vidas de los soldados americanos: todos, sus hijos, los hijos del país. Otro patriotismo fuera de lugar para el sueño americano, pero denunciante y crudo. Así iba este crítico que debe ser siempre un autor de teatro, un escritor de cualquier género, explicando las explotaciones, los obreros de Brooklyn, los inmigrantes y hasta la esclavitud y el robo del cuerpo de quien era un ídolo americano: la trampa bajo el oro y la gloria.

"Cuando uno empieza a escribir -puso en sus memorias-, uno asume inevitablemente que está en la misma corriente que empezó con Esquilo y continúa después de 25 siglos de teatro". Era verdad. Al terminar la escuela en 1932, Arthur Miller empezó esa vida errante del americano, de trabajo en un almacén de piezas de automóvil, en periódicos: mientras leía Los hermanos Karamazov, y de esa lectura decidió que él no podía ser otra cosa más que escritor. Lo ha sido con vehemencia, con trascendencia y sin traicionar su creencia.

Una de sus últimas notas públicas fue hecha desde una granja en la que estaba retirado: anunciaba su intención de casarse con una mujer de 34 años. Él estaba a punto de cumplir 90.

Arthur Miller y Marilyn Monroe, en noviembre de 1960.
Arthur Miller y Marilyn Monroe, en noviembre de 1960.

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