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Columna
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Ingenio

Enrique Gil Calvo

Conforme nos adentramos en la nueva era iniciada tras el fin del aznarato, cada vez está más claro que el nuevo escenario político es completamente diferente. Es verdad que se mantiene intacta la misma distancia crítica entre la clase política y los ciudadanos, dada esa constante histórica que Ortega denunció como divorcio entre la España oficial y la España real. A espaldas de la política, los españoles comunes siguen abrumados por sus eternos problemas para los que ninguna Administración, cualquiera que sea su signo, encuentra solución: la escasez de vivienda accesible, la precariedad del empleo existente, el bloqueo de la emancipación juvenil, la dificultad para formar familia, el agravamiento de la dependencia senil... Y mientras tanto la clase política se entretiene con los dimes y diretes de la lucha por el poder, que se cocina en los cenáculos de Madrid y las capitales autonómicas con farisaicas denuncias de escándalos y corruptelas.

Pero a pesar de este indudable continuismo histórico, lo cierto es que algo parece haber cambiado tras la llegada de la gente de Zapatero al poder. Y esto se ha visto muy bien en el modo con que unos y otros han reaccionado ante la crisis abierta por la propuesta de Ibarretxe, bien distinto al que se hubiera esgrimido antes. Tanto es así que puede decirse que desde el punto de vista político se está produciendo un cambio climático: un deshielo humorísticamente caricaturizado con el talismán del talante. Qué lejos estamos de los años de plomo de Aznar, cuando cualquier incidente como éste se aprovechaba por unos y otros como una oportunidad para sembrar el odio realimentando la estrategia de la tensión, al servicio de una política beligerante que pretendía ganar mayor espacio electoral y vital (lebensraum).

Frente a eso, la nueva era de Zapatero se está caracterizando no por la forzada búsqueda de un impostado heroísmo, sino por la práctica del más prudente arte del ingenio. Y quiero usar aquí este término de ingenio en el mismo sentido que le daba Baltasar Gracián (ya que estamos reviviendo el pensamiento del siglo XVII) cuando oponía la figura del discreto a la figura del héroe. Pues bien, cada vez está más claro que en el clima político actual se va a imponer esta clase de ingenio como nuevo modus operandi capaz de convencer más que de vencer. Es el poder suave del liderazgo torero, como ya sugerí hace un tiempo, que para mandar procede antes a parar y templar. Pero como en este país somos unos exagerados, siempre nos vamos al extremo opuesto, y ahora los problemas pueden venir de un exceso de ingenio que nos haga caer en una estéril artificiosidad.

Y para muestra sólo pondré dos botones. El primero es la actual orgía de conceptismo semántico que nos hace caer en bizantinos juegos de palabras, discutiendo por poner nombres distintos a las mismas cosas. Que si nación, región, nacionalidad o comunidad nacional, cuando todas las autonomías deberían ser iguales ante la ley. Que si pacto de la lealtad, frente antinacionalista o comisión consultiva, para bautizar la búsqueda de consenso constitucional entre Gobierno y oposición. Que si para ello el voto del PP es absolutamente conveniente o absolutamente imprescindible. Que si los confederalistas asimétricos se proponen celebrar referendos de autodeterminación o sólo consultas populares para que el pueblo decida, cuyo resultado no se sabe si tendrá legalidad jurídica o legitimidad política. Que si a los contratos familiares entre homosexuales hay que bautizarlos como matrimonio o con alguna otra etiqueta nominativa: ¿fratrimonio?

La otra muestra de ingenio político que parece estar contagiándose es el recurso a la infidelidad del adulterio como finta para tomar por sorpresa al socio de coalición, invitando a otro compañero de cama para montar un triángulo contra natura. Es lo que ha hecho Otegi cuando coquetea con Zapatero para encelar a Ibarretxe, pero es también lo que ha hecho Zapatero cuando coquetea con Rajoy para encelar a Maragall, Llamazares y Carod. ¿Alta política o salsa rosa?

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