La Universidad como botín de guerra
Un estudio rastrea la represión franquista en los campus, que sufrieron el asesinato de tres rectores y la purga de cientos de docentes
Doce de octubre de 1936, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. Allí se oye el desgraciado grito "¡Muera la inteligencia!", del golpista Millán Astray. El exabrupto no fue un acto bizarro, sino una declaración de intenciones del fascismo contra la institución universitaria española. Entre otros muchos funcionarios académicos, durante la contienda fratricida fueron asesinados el rector de la Universidad de Oviedo, Leopoldo García Alas Argüelles, hijo del autor de La Regenta; el rector de la Universidad de Granada, Salvador Vila Hernández -uno de los alumnos predilectos de Unamuno-, y el ex rector de Valencia Joan Peset Alexandre. Además, centenares de docentes fueron inhabilitados, otros tomaron el camino del exilio y muchos sufrieron cárcel.
En su tesis La represión franquista en la universidad española, Jaume Claret, doctor en Historia por la Universidad Pompeu Fabra (UPF), señala que si en 1936 había 600 catedráticos, en 1940 la cifra descendió hasta 380.
El estudio, dirigido por el prestigioso historiador Josep Fontana, abarca el periodo 1936-1945 y demuestra cómo desde los primeros años de la guerra los insurgentes se encargaron de desactivar concienzudamente el sistema universitario, poniéndolo al servicio de la ideología franquista. El proceso de desmantelamiento, disfrazado con un lenguaje administrativo, empezó con una feroz purga de los llamados desafectos al nuevo régimen, que fueron sustituidos por otros docentes a partir de criterios políticos y no académicos, en las 12 universidades españolas: Barcelona, Granada, La Laguna (Canarias), Madrid, Murcia, Oviedo, Salamanca, Santiago, Zaragoza, Sevilla, Valencia y Valladolid.
Con lenguaje jurídico, pero con inequívoca voluntad política, el cuerpo funcionario docente sufrió un expediente de depuración, requisito previo para solicitar la adhesión al nuevo régimen, que a su vez era la única garantía de rehabilitación en el puesto.
La radical transformación de la Universidad en un ente fascista a partir de sus cuadros docentes se amplió cuando en agosto de 1939 el Ministerio de Educación libraba del examen de ingreso universitario a "cuantos escolares obligados a verificarlo acrediten haber prestado sus servicios en las filas del Ejército o Milicias, o haber sufrido persecuciones, vejámenes o encarcelamientos en las zonas marxistas por motivos políticos o religiosos".
Una de las figuras más importantes en esta contrarreforma educativa fue José Pemartín, director general de Enseñanza Media y Universitaria durante los dos primeros ministerios franquistas. El imperativo de Pemartín era "recatolizar a las universidades de España".
El estricto control ideológico llevó a quemas públicas de libros, como la ocurrida en el patio de la Universidad de Madrid el 30 de abril de 1939. Otra de las primeras medidas que llevó a cabo el franquismo fue la puesta en marcha de la Ley de Ordenación Universitaria (LOU), que significó el retorno a un modelo de fuerte centralismo que consagra el poder absoluto del rector y certifica la influencia de la Iglesia. Si la violencia fue fundamental y fundacional en el régimen franquista, el estudio de Claret demuestra cómo otra de las armas del fascismo fue la búsqueda de colaboración activa de una parte de la sociedad que, a cambio, va a recibir beneficios. Detrás de cada sanción había un perjudicado, pero también un beneficiario.
Un ejemplo son las carreras meteóricas que crecieron al calor del primer franquismo, como la de José María Pi Suñer, que pasó de profesor auxiliar temporal a decano de la Universidad de Barcelona. Y también son usuales los bruscos cambios ideológicos, como el del rector de la Universidad de Zaragoza, Gonzalo Calamita, que si en 1935 hablaba de su preocupación por las "generaciones incultas", en un artículo de finales de 1936 escribe que el libro es "el peor estupefaciente".
La pérdida intelectual y científica resultará irreparable para España. Dos ejemplos bastan: en el ámbito académico, José Ibáñez Martín, segundo ministro de Enseñanza, declaró en 1944 que la actuación más destacable de su ministerio fue la construcción de capillas.
En el ámbito científico, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, surgido de una ley en 1939, puso en marcha la sección de Mariología, dedicada a la investigación de "la determinación de las doctrinas acerca de María Madre de Dios".
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