Humo y bibliotecas
Parece que no tuvieran nada que ver, y sin embargo son la cara y la cruz de la misma moneda. Por un lado, está el comienzo en la Biblioteca Nacional de una serie de conferencias en la que algunos escritores hablarán de sus bibliotecas particulares, del modo en que se fueron formando, cobrando vida hasta formar esa especie de árbol fabuloso que es toda biblioteca, un árbol que se alimenta de los ojos de quienes lo miran y es capaz de producir todos los frutos de la imaginación. Por otra parte, el problema de la contaminación ambiental se ha agravado hasta tal punto en estos meses de sequía que empieza a preocupar hasta a quienes viven de él, los vendedores de veneno, y parece que todos los grupos políticos intentan, por fin, ponerse de acuerdo para restringir el tráfico de la ciudad: hablan de lograr que cada día entre medio millón de coches menos a Madrid.
Los escritores de la Biblioteca Nacional van a contar cada quince días todo lo que hay dentro de los miles de libros que tienen en sus casas. Porque un libro es siempre, al menos, dos historias: la que se cuenta en él y la de quien lo buscó dónde, cuándo, con quién, para qué. Uno abre un libro de Julio Cortázar y a lo mejor ese libro es París, o es una mujer llamada Teresa, o un hospital en el que alguien lo leía, o un amigo perdido que nos lo recomendó, o hasta toda una época de la vida del que lo vuelve a hojear como si palmeara el lomo de un animal amado. Todos los libros son la autobiografía de sus lectores.
Dicen que los coches que tiranizan Madrid tendrán quizá que quedarse en casa, como lo han hecho los de otras ciudades de Europa en las que sus regidores han sido menos medrosos a la hora de enfrentarse a ese problema dramático. Ciudades como Londres, Milán o Roma, donde las calles se han cerrado a la dictadura de los automóviles y han sido devueltas a los peatones para los que fueron inventadas. Cuesta creer que aquí se atrevan, desde luego, cuando el Ayuntamiento de la capital sólo parece preocupado en construir más carreteras, más túneles, más autopistas de peaje, más carriles para las pistas que ya tienen invadida la mitad de la región. El reino del asfalto es tan grande que cualquier día va a tener que considerarse otro elemento, dotado de su propia fauna, su atmósfera negra, sus normas de convivencia distintas a las de los demás y hasta su modo diferente de medir el tiempo, no en minutos y horas, sino en caballos y centímetros cúbicos: tierra, mar, aire y asfalto.
Una biblioteca es un lugar submarino. Los escritores invitados por la Biblioteca Nacional contarán que han pasado miles de horas sumergidos en sus libros, en un silencio lleno de palabras que se movían como peces y en el que sólo se escuchaba su propia respiración. Es decir, hablarán de cómo una biblioteca es un dique que contiene la ignorancia, la barbarie y la mentira. Los libros jamás perdonan a quienes no los han leído.
Dicen los que siempre dicen estas cosas que se va a fomentar el transporte público, aunque lo que acabe de hacerse es subir sus tarifas de manera brutal. Y dicen que se harán viviendas ecológicas, casas con energías limpias, placas solares, ventanas que no dejen escapar el calor o calefacciones no contaminantes. Y dicen que van a reforestar miles de metros cuadrados, para que los bosques nos defiendan de la contaminación. O sea, que dicen que van a dejar de ser ellos para ser otros. Ojalá quieran, sepan y puedan. Por ese orden y deprisa.
Imaginemos ese Madrid sin medio millón de coches, sin sus tubos de escape y el ruido de sus motores. Esa ciudad ya no sería, tanto como lo es ahora, justo lo contrario de las bibliotecas de los escritores que van a hablarnos de ellas, de cómo las construyeron y desde dónde, desde qué primer libro, cuál de ellos fue la llave o la semilla. Medio millón de personas que no tengan las manos en un volante podrían tener un libro en las manos. Hay tanta gente que lee en los transportes públicos y qué maravillosos son sus viajes al trabajo, pasando por la Rusia de León Tolstói, el Buenos Aires de Jorge Luis Borges o el Madrid de Benito Pérez Galdós, camino de la oficina. Imagínense qué deprisa empezarían a crecer en sus casas las primeras flores de su biblioteca.
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