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OPINIÓN | Apuntes
Columna
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De malos tratos y agravios que sufrieron ciertos universitarios

Parece éste un título sacado del Quijote, obra que releo estos días, mientras me dispongo a seguir las explicaciones que tantos conmemoradores están dispuestos a darme, para que me entere de todo lo que debo saber sobre la inmortal obra cervantina. En estas condiciones, era fácil que me viniera a la mente este título, quijotesco en su apariencia retórica, pero valenciano en la realidad, pues me sirve para referirme por medio de él a esas agresiones verbales que el Gobierno autonómico acostumbra a infligir a los universitarios.

No resulta fácil de entender que el Rector de una universidad se haya visto obligado a manifestar recientemente su protesta a causa de este tipo de agresiones. La última vez que la máxima autoridad académica hubo de hacerlo fue cuando un deslenguado, llamado Rus, insultó a los profesores de la Facultad de Filología, con palabras que no vale la pena repetir. La esmerada justificación que dio ese señor es ciertamente propia de un concienzudo intelectual: "se le había calentado la boca". Como disculpa resulta incompatible con el decoro y autoridad que deberían acompañar a un político; impropia de una persona de bien, que no puede perder la educación al tratar con los administrados, por lo que su ausencia es muestra de profundo desinterés y desprecio por ellos.

La anécdota es significativa, pues el maltrato es una forma de encubrir la falta de una actuación política, consecuencia de una carencia de proyectos para el desarrollo de nuestra Universidad. Así, no se hace un planteamiento de lo que funciona bien en ella, que debiera, por tanto, mantenerse o reforzarse; ni de aquello que sería necesario cambiar; ni se valoran los riesgos que deberemos conjurar en nuestra adaptación a los requisitos de la convergencia europea; ni se intenta implicar cada vez más a los universitarios en su dedicación a la investigación y al desarrollo de nuestra comunidad. No, por el contrario, a lo que se avienen algunos políticos en su actuación con la Universidad es a deslegitimar el trabajo de los universitarios. Así, sin más apoyo que sus prejuicios, dictaminan que la institución está obsoleta, que los profesores son personas anticuadas y que los alumnos pierden el tiempo estudiando. Y completan ese apocalipsis dotándolo de una solución mágica: "que el mercado demanda otras cosas", si bien se cuidan mucho de decirnos qué es lo que pide el mercado y de explicarnos cómo quiere que le demos lo que "demanda".

No quiero con ello negar la capacidad crítica a los políticos: tienen no sólo el derecho a ella, sino incluso el deber de ejercerla. No es, por tanto, la crítica lo que rechazo, sino su sustitución con el insulto matón de la falta de una política universitaria razonable y justa. A menos que esa política consista en hablar mal de las personas, en degradar la institución a que pertenecen, mientras se le restringe a ésta los medios y se le castiga con medidas injustas. No hay más que recordar la concesión de las nuevas titulaciones para las universidades valencianas, en lo que el Sr. González Pons, entonces Conseller de Educación y Cultura, estuvo fuera de razón. ¡Y no precisamente porque tratara de ahorrar dinero al contribuyente! Nadie que yo sepa ha dado explicaciones de la arbitrariedad que significa multiplicar la titulación de Humanidades fuera de la Universitat de Valencia, que era su ubicación natural -en todos los sentidos, también en el económico-, a sabiendas de que se trata de una carrera minoritaria. Son los caprichos de la política -o mejor, los de la mala política- los que están sirviendo para dividirnos a los universitarios.

La sospecha que tenemos algunos es que el poder político ha caído en la tentación de dejar morir o desasistir aquello que no tiene un interés inmediato para los suyos y que además no se controla suficientemente. ¿Qué interés hay en invertir en una Universidad si no están claros los rendimientos políticos directos que se obtienen? Hace sólo unos días he podido leer en la prensa las quejas de la representante de los investigadores Ramón y Cajal por la falta de financiación que les permita integrarse en la universidad. Al parecer el gobierno autonómico se resiste a aportar los fondos necesarios, echando por la borda el esfuerzo realizado por unos jóvenes becarios que sabemos están formados y que, sin duda, serían un aporte para la universidad española en general y para la valenciana en particular, además de perderse todo el dinero que el Estado ya ha invertido en su formación. Pero difícilmente van a sentir algún interés por la educación quienes no han logrado entender que en ella está la clave de la convivencia, quienes no quieren darse cuenta de que la investigación es el motor del desarrollo de un país. ¡Más importante aún que los ladrillos! Ese enorme desinterés por la universidad donde conduce es -ya que cerrarlas supondría un trauma difícil de superar- a dejarlas sencillamente sin recursos.

En cuanto a las personas que trabajan en la Universidad lo que cabe esperar es que muchas pierdan la confianza en su trabajo y acaben convencidas de que la culpa de lo que ocurre -en parte por lo que no se les da o se distribuye inadecuadamente- es suya o, lo que es tan grave como lo anterior, se decidan a aceptar la situación como inevitable. Esta perversión del sistema es tan peligrosa que suele acabar engullendo a quienes la practican. En lo que mi indignación no encuentra el menor consuelo, ya que los malos políticos, al hundirse, arrastran de paso la confianza de los ciudadanos en sus actuaciones. A punto estamos de olvidar -nos lo recordó hace unos días la Sra. Manjón- que nuestros representantes han de dirigir su actuación a algo tan simple como gobernar bien y de la manera más satisfactoria y útil para la sociedad; no a echarnos la culpa de su incompetencia.

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Cuando el poder político se ha de enfrentar con el hecho de que las universidades valencianas, unas más que otras, siguen llenas de estudiantes, la única actuación política no puede consistir en deslegitimarlas ni culpabilizar a los que trabajan en ella. Los responsables políticos deberían ser convincentes en sus actuaciones. Si algo va mal se ha de decir abiertamente; pero bien dicho, sin faltar el respeto a las personas y con la mejor forma que un político tiene de hablar: con planes de actuación razonables y pactados. No caben tantos reproches ni algaradas cuando se está en el gobierno. Bueno sería que gobernaran de verdad, que es algo muy distinto a meterse con los universitarios. Perfectos, claro es, no lo somos: muchas de nuestras actuaciones son criticables; pero también hay muchas otras positivas, hechas por personas que dedican su energía, su tiempo y su entusiasmo a mejorar las cosas. No nos merecemos estar sistemáticamente bajo sospecha, sólo porque resulte más fácil acusarnos de parcialidad que tratar de buscar soluciones a nuestros problemas.

Pero para actuar así se necesita que los políticos actúen como lo que son, como representantes de los ciudadanos -aunque muchos no les voten- y no solo como hombres del partido.

Que es una pretensión de las que muchos políticos catalogarán como utópica, lo muestra a las claras lo que está ocurriendo en la Academia de la Lengua Valenciana. Pero ése es otro cantar...

Isabel Morant es profesora de la Universidad de Valencia.

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