Centenares de personas viven hacinadas en los campos de desplazados de Sumatra
La escasez de comida y agua complica las precarias condiciones de vida de los afectados
Sentado bajo un frondoso árbol, Fina, una preciosa niña de 10 años, de ojos oscuros y pelo revuelto, mira con curiosidad a su padre y escucha atenta su relato, del cual también ella es protagonista. A su alrededor, se arremolinan una docena de personas. Son parte de los cerca de 2.000 desplazados que viven hacinados en el campamento instalado en la Escuela Técnica de Meulaboh, en la costa oeste de Sumatra (Indonesia). Y todos tienen su propio drama. Pero quizá el de Azwar y su hija simbolizan la desesperación y el dolor de decenas de miles de personas.
Son miles los que han perdido a seres queridos y se han quedado sin nada como consecuencia del maremoto del pasado 26 de diciembre, y que, desde entonces, viven en condiciones precarias, con poca comida y poca agua, en los más de treinta campos instalados en los alrededores de la ciudad.
Cuando el mar levantó la guadaña y segó las costas indonesias, Azwar se encontraba trabajando fuera de casa, en su pueblo Ketapang, una localidad de 700 familias situada a unos noventa kilómetros al norte de Meulaboh, por lo que logró salvarse. No así su esposa y su hermana. "El tsunami se llevó a mamá", dice Fina. "Le cayó un árbol encima, y le gritó a nuestra hija: '¡Corre, vete, vete!", explica este carpintero, de 40 años. La pequeña consiguió agarrarse a un árbol hasta que unos vecinos la encontraron y se la entregaron a su padre.
Cuando se calmaron las aguas, el 80% del pueblo había desaparecido. Durante tres días, Azwar buscó en vano el cuerpo de su esposa, hasta que cogió a su hija y junto con tres vecinos emprendió un éxodo a pie a través de la jungla hasta Kualabhe, en el interior, de donde llegó en minibús a Meulaboh. "No había comida en el pueblo y quería reunirme con otra hermana aquí. Caminamos por la jungla durante cuatro días, descalzos, sin comida y sin agua. Sólo tomamos un poco de arroz, que nos habían dado los militares al principio. Bebíamos el agua de las acequias y de la lluvia. Y dormíamos bajo un toldo de plástico para protegernos de la lluvia", dice. Ayer, padre e hija seguían descalzos, y sólo querían reunir la comida o el dinero suficiente para regresar a su pueblo. "Quiero volver a casa", dice Fina. "Echa de menos a su madre", asegura Azwar.
En el campo de refugiados, la gente hace colas de tres horas para recoger comida, y se queja de que recibe poco más que arroz y tallarines. "No hay huevos, ni verdura, ni aceite para cocinar. Pero lo peor es que tenemos poco agua", dice Nusuri, de 27 años, que ha perdido a uno de sus dos hijos, mientras enseña una herida a medio cicatrizar en la espalda. El marido de Nusuri está desaparecido.
En el campamento hay basura en muchos sitios, la ropa se seca al sol por todos los lados y sólo hay tres letrinas para los hombres y otras tantas para mujeres sobre un canal nauseabundo. La gente duerme en esterillas en las aulas, otros en el jardín. El campo centraliza la ayuda destinada a 9.000 personas, la mayoría de las cuales ha sido acogida por amigos o familiares, cuyas casas sobrevivieron a las olas. "Yo no estaba en Meulaboh cuando ocurrió el tsunami. Cuando logré llegar una semana después, encontré que mi esposa, mis dos hijas; en total, 10 parientes habían muerto", dice Huldipan, de 39 años. "Me he instalado aquí para no estar solo, para aliviar mi dolor. No sé qué haré en el futuro", dice con entereza mientras colabora en la distribución de comida.
Según el centro de coordinación de las operaciones de ayuda para la costa oeste (la zona más afectada por el seísmo), instalado en la base militar de Meulaboh, el tsunami provocó 32.800 muertos y ha desplazado a 120.000 personas en la región.
Fuera de la ciudad, en otro campo, Istianto, de 48 años, un médico indonesio, asegura que la mayoría de la gente tiene problemas de diarrea, gastroenteritis o infección en los pulmones. "Además, hay muchas heridas infectadas, y traumas psicológicos. Nos faltan médicos, medicinas y productos pediátricos", dice. "Hay un par de casos de malaria y de disentería. Pero no hemos detectado epidemias ni cólera", explica bajo una lona azul. En el suelo de barro hay gasas. Agrupadas bajo una tienda improvisada con plásticos viven cinco familias. "Necesitamos azúcar, aceite, utensilios de cocina, mantas", afirma Mawardi, un campesino que se dedicaba al cultivo del arroz.
"No hay espacio suficiente en los campos. Esto es una solución a corto plazo. Ya tienen un techo, ahora hay que proporcionarles lo que precisan. Y si van a tener que quedarse en campamentos seis meses o un año, necesitarán cubrir otras necesidades como educación o sanidad", dice Charlie Higgins, coordinador de Naciones Unidas.
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