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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La intolerable tortura

¿Qué ha sucedido en el mundo para que Alberto Gonzales, fiscal general designado de una democracia como Estados Unidos, tenga que desmentir en público y ante una comisión parlamentaria que sea un defensor de la tortura? ¿Cómo es posible que la Fiscalía Federal de Estados Unidos se considerara obligada la pasada semana a emitir un comunicado para afirmar la absoluta obviedad de que la tortura y los malos tratos a prisioneros son "actos repugnantes"? ¿Alguien entiende que nada menos que en Alemania se haya debatido durante semanas sobre la legitimidad de la aplicación del dolor físico, la tortura, como método para lograr información en casos extremos de terrorismo o secuestros? Estas preguntas ponen en evidencia un fenómeno que ha de sacudir las conciencias y movilizar a las sociedades civilizadas.

La lacra de la tortura no había podido ser erradicada totalmente ni siquiera en las democracias más consolidadas. Pero los esfuerzos de las políticas garantistas habían conseguido convertirla en excepción, en radical contraste con la generalización de esta práctica aberrante en las dictaduras. El trato digno al preso, sospechoso o condenado, se había convertido a lo largo de las últimas cuatro décadas en signo definitorio de las democracias. Desde que el brutal ataque terrorista del 11-S de 2001 generó un pánico globalizado e impuso de hecho un estado de excepción en gran parte del mundo, se han multiplicado los indicios primero, después también las pruebas, de que la práctica de la tortura no sólo no es perseguida como debiera, sino que se ha vuelto a aceptar tácitamente como una técnica más de interrogatorio, especialmente en la "guerra global contra el terrorismo" liderada por Estados Unidos. Sólo así cabe interpretar la proliferación de casos documentados de tortura a sospechosos de terrorismo islámico en la cárcel iraquí de Abu Ghraib, en prisiones americanas y en el tristemente célebre campo de internamiento de Estados Unidos en Guantánamo (Cuba). Las leyes y medidas especiales dictadas por la Administración de Bush para despojar de todos los derechos a prisioneros sospechosos de terrorismo y la consiguiente eliminación de cualquier control y garantías para los mismos hacían temer una evolución en este sentido.

Documentos de instrucciones, en parte firmados por Gonzales en su anterior e inferior cargo, que califican de "obsoletas" leyes contra la tortura, dejan claro que nos hallamos ante una política dictada por los responsables del Gobierno de Washington y no ante excesos aislados de combatientes, carceleros o interrogadores. Precisamente porque los enemigos a combatir, los violentos fanáticos, practican la tortura como método, quienes los combaten han de dejar clara en todo momento la superioridad moral de las democracias. Los que inducen y toleran estas prácticas están minando dicha superioridad moral, traicionando los principios y valores por los que se libra esta lucha antiterrorista y otorgando a los enemigos de la democracia argumentos y fuerza movilizadora.

Después de lo ya sabido no bastan aseveraciones como las de Gonzales, sino un levantamiento total del régimen de aislamiento e indefensión en que se hallan los prisioneros sospechosos de terrorismo allá donde estén. Es imprescindible que se depuren responsabilidades, porque estos crímenes sin resolver son una carga insoportable para una democracia que se precie, para las relaciones internacionales decentes y para una lucha contra el terrorismo que las democracias han de ganar sin acabar emulando a los criminales a los que combaten.

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