Mar, 2005
El alma primaria de toda la humanidad no es cosa distinta del conjunto de todos los mares, que incluye también a este mar de La Habana, ahora tan suave. El nuevo año que empieza, el 2005, dejará su marca en nuestro rostro antes de instalarse definitivamente en nuestras entrañas, pero frente a este destino el mar será una vez más un espejo amable o un juez terrible. El mar engullirá todas las desdichas humanas y también los días felices o aciagos; se tragará al muerto oscuro que todo el mundo lleva dentro y después de cualquier catástrofe espeluznante o mínima desgracia se volverá a extender mudo y azul bajo un sol radiante. En Sri Lanka el mar ya ha pasado página, ya ha olvidado el nombre de todos los ahogados y ahora una brisa llena de dulzura resbala por las mejillas de los que han quedado vivos para secarles las lágrimas. Paseando por una playa de las afueras de La Habana he descubierto que el oleaje zarandeaba una matanza: en medio de la espuma que te cegaba aparecieron flotando dos pollos, un gallo y un pato degollados cuyas cabezas separadas iban y venían a merced de un ritmo universal. Anoche, en algún lugar de la ciudad un santero hizo un trabajo de brujería para limpiar a algún creyente que se sentía sucio de malos espíritus o que tal vez buscaba una venganza expedita o trataba de recuperar el corazón imposible de una mujer. El santero le mandó que arrojara la ofrenda al mar, alrededor de la cual había trozos de manzana, de plátanos, de cocos , un alimento que el santo había dejado intacto y que ahora unos albatros picoteaban en corro. Anoche, bajo la luna llena, en La Habana se celebraron muchas obras de santería de año nuevo. Las olas que golpean el malecón traían muchas crestas de gallo, alguna cabeza de cabrito y alerones de aves descuartizadas, una espiritualidad que también pudo derramarse por ríos y bosques. Por esta playa de La Habana paseaba tratando de arrojar mis culpas al agua. Algunos momentos felices de mi vida se fundían con el sonido del oleaje, y entonces sobre una roca carcomida vi a una joven de gran belleza vestida de tul rojo sobre el cuerpo desnudo que se sometía a una sesión fotográfica para un anuncio publicitario ensayando posturas sugestivas. Llevaba sandalias de oro y con ellas la mujer pisaba un rastro de sangre que habían dejado las aves sacrificadas. En ese momento pasó por allí un inglés desollado por el sol quien al descubrir aquella matanza retrocedió con un gesto de horror. Sin duda estaba llamado a no entender nada.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.