Quijotes de hoy día
Don Quijote, Sancho Panza, Dulcinea y 'Rocinante' han cambiado con el tiempo. Cuatro siglos después, Alonso Quijano es un solterón rijoso; Sancho, un camarero gordito, y la bella amada, una chica de alterne. 'Rocinante' sigue siendo un caballo.
01 Don Quijote
Alonso Quijano vive todavía. Es un solterón vestido de gris marengo con caspa en las hombreras, votante del Partido Conservador y beato de misa de doce los domingos, suscrito al Abc y a una revista taurina, con una renta mediana de tierras labrantías que ha invertido en bonos del Tesoro. Habita una casa grande y destartalada en un poblachón de la España profunda cuyo balcón sólo se abre una vez al año al paso de la procesión del Corpus. Su propio cuerpo también huele a cuarto cerrado y, pese al desorden en las comidas que rige su vida, goza aún de una salud aceptable, salvo unos forúnculos que suelen crecerle en el pescuezo cada primavera y que él cubre con un pañuelo de seda y en eso se demuestra que es un caballero antiguo.
Lo cuida una criada de toda la vida, con la que se rumorea que está amancebado, y hasta hace poco aún cultivaba una tertulia con el boticario, el cura y el notario, los tres de su misma cuerda. Durante años se le vio pasear con ellos bajo los álamos de la carretera después de la siesta, pero uno detrás de otro sus amigos fueron muriendo. La nueva farmacia ya no tiene una oscura rebotica con olor a formol, sino un diseño de heladería; el nuevo cura le cruza por delante despendolado en una moto sin volver el rostro, y el nuevo notario parece un niñato gafoso que ni siquiera se ha dignado presentarle sus respetos. Alonso Quijano se ha quedado solo; los pilares que sostenían su mundo se han derrumbado.
Como ya no entendía nada de lo que pasaba en la calle, se refugió en su caserón dedicando los días y las noches a leer ensayos de Balmes, de Vázquez de Mella y de Donoso Cortés. Así durante unos años devoró todos los volúmenes polvorientos de su biblioteca hasta dar en el fondo de un perdido anaquel con una obra titulada El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Era el último libro que le quedaba por leer y fue tan de su gusto que no cesó hasta aprenderse muchos pasajes de memoria, de forma que en su cerebro la realidad y la ficción comenzaron a entreverarse y este desvarío le puso una luz de fuego en los ojos después de que la lectura ardiente le hubiera abrasado las pestañas.
Un día de agosto, muy de mañana, Alonso Quijano se levantó del lecho con ánimo de entrar en acción para poner las cosas en su lugar como Don Quijote; frente a la luna del armario ropero, pese al calor que hacía, se vistió con pantalón de franela gris y blasier azul con plateados botones de ancla, se anudó una corbata de seda con pasador de oro y sobre este terno se impuso la capa española, que extrajo con olor a moho desde el fondo del arcón del siglo XVII. Así acicalado realizó su primera salida llevando en la mano un bastón de ébano con empuñadura de marfil, herencia de sus antepasados.
Si bien era un hombre retrógrado y de ideas fijas, su natural hasta ese momento había sido pacífico, por eso causó sorpresa entre los allegados la terrible bronca que armó en el bar Los Arcos por una nimiedad. El camarero llamado Sancho Panza se había demorado en servir el café a un cliente y éste comenzó a protestar muy engallado hasta el punto de llegar al insulto personal. Alonso Quijano, sin que nadie reclamara su ayuda, exigió a aquel tipo que pidiera excusas al criado y, al negarse, Alonso Quijano blandió contra él su bastón de ébano en forma de lanza. El cliente aún levantó la voz un poco más y entonces Alonso Quijano exclamó fuera de sí: usted no sabe con quién está hablando, yo soy Don Quijote y va a pagar usted muy caro su desafuero. Ese lance fue el primero. A partir de ese día, Alonso Quijano se dedicó a combatir sin descanso la injusticia universal como una forma de recuperar sus perdidos blasones y por este camino entró en la locura.
02 Sancho Panza
Este hombre chaparro, de cuello gordo y cinturón por debajo de la barriga era un gañán con trabajo temporero en el campo, quien al ver su horizonte cerrado, pese a que vivía en la llanura infinita de la meseta castellana, un día abandonó el agro y se empleó de camarero en el bar de carretera Los Arcos, en un poblachón de la España profunda. Sancho traía del campo refranes y resabios de cazurro, que usaba para estar a bien con todos los clientes, cualquiera que fuera su carácter e ideología.
-Amigo Sancho, ¿a quién vas a votar en estas elecciones? -le preguntaba algún parroquiano para tirarle de la lengua.
-Voy a votar al mejor -respondía siempre Sancho.
-¿Y quién es el mejor?
-El que mejor lo hace.
-¿Y quién es ése?
-El que está usted pensando.
Nadie sabía en qué creía y qué pensaba. Era reverencioso hasta la humillación con los de arriba, y ninguno era más bruto cuando trataba con gente de su mismo nivel. Se había especializado en hacer equilibrios con la bandeja y en dar a todos la razón. La mayoría de los camareros suelen ser delgados. La figura redonda de Sancho no encajaba en este diseño, pero él tenía dos obsesiones en esta vida: perder la tripa y trabajar sin descanso hasta conseguir el traspaso de algún bar donde pudiera realizar el sueño de hacerse famoso por sus bocadillos de calamares.
Fue un gran día aquel en que Alonso Quijano entró en el bar Los Arcos y pidió un cortado con leche. Sancho Panza nunca pudo imaginar que aquel señor adornado con capa española y bastón de ébano fuera a salir en su defensa hasta dar la cara por él. A partir de aquel altercado, el alma de Sancho experimentó una súbita pulsión de nobleza junto con un sentimiento de gratitud que lentamente se fue convirtiendo en una creciente admiración hacia aquel caballero. Desde ese día, Alonso Quijano comenzó a frecuentar el bar Los Arcos, donde dedicaba horas enteras a proclamar en voz alta a cuantos quisieran oírle sus ideales de fe, de patria y de amor. Muy pronto, los clientes lo tomaron por loco, excepto el camarero Sancho y una chica sentada en el taburete de la barra, que era muy famosa entre los camioneros y otros parroquianos.
Al principio, la devoción que Sancho sentía por Alonso Quijano no estaba exenta de un secreto interés. A fin de cuentas aquel señor era un representante de las fuerzas vivas del pueblo y tenía antepasados con ilustres blasones. No perdía nada si se hacía su amigo. Apenas entraba en el bar, le servía el primero, aceptaba con una sonrisa las palmadas que el caballero le daba en la espalda y aguantaba hasta el final todas sus soflamas contra el desorden que reinaba en el mundo. Poco a poco, estas ideas tan bellas como anticuadas se fueron apoderando del espíritu del camarero, quien al cabo del tiempo consideró que eran mejor herencia que cualquier cortijo y se dispuso a defenderlas como quien guarda una propiedad amenazada por hipotéticos enemigos que estaban en todas partes.
Un día, Alonso Quijano le dijo a su amigo Sancho que acababa de leer por sexta vez un libro titulado El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
-Amigo Sancho, ¿te gustaría acompañarme en una gran empresa? En ese libro hay un escudero que lleva tu mismo nombre.
-Iré con usted dondequiera que vaya.
-Dime primero quién es esa chica que está en la barra -le preguntó Don Quijote.
03 Dulcinea
En un taburete de la barra del bar de carretera Los Arcos, entre camioneros que juegan a los dados, está la mujer sentada fumando siempre un cigarrillo con un pliegue de amargura en la boca. Aunque aún es joven, su historia es larga y empezó a torcerse aquel día en que fue desflorada por un señorito, de quien era criada, en un pueblo que está a cincuenta kilómetros de distancia de este lugar donde ahora trabaja como chica de alterne. Todos los clientes del bar la conocen y a veces alguno se empata con ella en la cabina de un camión o en la trasera de un almacén de piensos compuestos que queda muy a mano. La tarifa siempre es a convenir después de un trato más o menos largo, en el cual siempre hay un bocadillo de jamón de por medio.
Cuando Don Quijote entró por primera vez en el bar Los Arcos con el cerebro volado, aquella chica le pareció una princesa. Como este solterón era tímido hasta la extenuación se limitó a mirarla con gran respeto y dicho homenaje de los ojos se repetía cuantas veces Alonso Quijano paraba en el establecimiento donde oficiaba de caballero sin caballo. Por su parte, la joven, cuyo nombre de bautismo nadie sabía, aunque se hacía llamar Thais para la guerra, enseguida vio en aquel hombre a un ser muy necesitado de amor franco y no de pago.
-¿Quién es esa chica que está en la barra? -preguntó un día Alonso Quijano al camarero Sancho.
-Si el señor se lo guardara para sí, le diría un secreto -exclamó Sancho con un toque de misterio.
-Desembucha ahora mismo.
-Esa chica es de mi pueblo. La conozco de niña. Y allí se llamaba Dulcinea.
Alonso Quijano se acercó a Dulcinea y le tendió la mano muy sudada por los nervios y a su vez la chica con gran delicadeza le tendió la suya para que se la besara, cosa que hizo el caballero con media reverencia llena de elegante antigüedad. A partir de aquel día quedó enamorado. Entonces comenzaron en el bar Los Arcos las contiendas diarias, puesto que aquel caballero exigía que todo el mundo tratara con respeto a su dama, ni siquiera permitía que nadie la mirara con ojos de deseo ni menos que se le acercara a requerir sus favores. Ni por un momento llegó a pensar que Dulcinea necesitaba ganarse la vida con el trato de la carne.
Ahora la joven se debatía en una angustiosa contradicción. Por una parte, el amor exaltado con bellas palabras que Alonso Quijano le ofrecía la llenaba de nobleza y la movía a soñar en una dicha del corazón que había perdido; de otro lado, la devota dedicación a la que el caballero la sometía le estaba ahuyentando toda la clientela cuyo comercio necesitaba para sobrevivir tanto ella como su hija. Sin que el caballero se apercibiera de su lucha interior, llegó un momento en que tuvo que elegir entre los sueños de nítida belleza y la realidad sucia de la vida. En aquel bar Los Arcos había serrín lleno de cáscaras de mejillones a los pies de Dulcinea, pero al levantar la mirada hacia el techo ella veía el cielo cubierto de estrellas entre las cuales cabalgaba un caballo blanco sin bridas. Así eran las fábulas que le contaba aquel caballero enamorado. Entre los dos pronto se estableció un juego: ella lo había idealizado como un galán de amor cortés, y él la tenía como una princesa cautiva en la almena del taburete. ¿Quién de ellos pugnaba más, uno contra el otro, para convertirlo en un ser celeste fuera del propio cuerpo? Ése sigue siendo un misterio todavía.
04 'Rocinante'
Era un potro nervioso lleno de esplendor cuando lo adquirió su primer dueño, un aristócrata del sur, en una feria de ganado de Chiclana. Bien domado y regalado con piensos de primera calidad, su primer trabajo consistió en tirar de la berlina que llevaba a una marquesa desde el cortijo a misa los domingos. Lucía en la frente una escarapela con los colores e iniciales del blasón, y el collar de campanillos sonaba alegremente a su trote por una campa de la España profunda. Fue su época dorada.
Cuando perdió su natural prestancia pasó a un segundo plano en los establos de la hacienda. Alguna vez lo montó el mayoral para llevar las reses a abrevar, pero enseguida fue asignado directamente al arado, de modo que estuvo labrando la tierra durante años hasta que perdió toda la fuerza y en el cortijo se decidió venderlo para la carne, pero estaba tan enteco, con las costillas afloradas, que lo rechazaron en el matadero y entonces la gloria quiso darle una oportunidad. Un tratante que abastecía de caballos a las plazas de toros se fijó en Rocinante y lo adquirió como jamelgo de picadores.
Rocinante creyó vivir una gran aventura al oír el gran bullicio del público en la primera corrida y el ojo que no le habían tapado quedó deslumbrado por el solazo de España cuando salió a la arena para hacer el paseíllo. Sobre un colchón acorazado transportaba a un hombre macizo y apenas sonaron unos clarines rompiendo el aire tórrido de la tarde, de pronto, sintió un golpe terrible en el costado en medio del fragor que bajaba de los tendidos. Le había bastado un solo ojo para vislumbrar la negra figura de un poderoso animal que pugnaba por derribarle acompañándose de feroces mugidos.
'Rocinante' supo muy pronto que aquel trabajo era de lo más indigno que podía imaginar. Se había librado del matadero, pero, fuera de la muerte, el ideal que todo caballo alimenta estaba siendo humillado. Rocinante soñaba con las aventuras de los libros de caballerías que había oído contar en los establos del cortijo. Los héroes no pesan nada cuando te cabalgan, el horizonte es siempre de cristal y allí hay princesas cautivas a las que hay que rescatar, damas enamoradas que alientan en el pecho de los caballeros.
Una tarde aciaga, durante una corrida de toros en un poblachón de la España profunda, un toro de siete hierbas lo derribó y con la caída quedó su vientre desguarnecido y fue allí donde la fiera le clavó el pitón hasta sacarle al sol los intestinos. Rocinante creyó que había llegado su fin, pero el toro se alejó y la faena siguió en otro lado de la plaza. Después del descabello sonaron los campanillos de las mulillas y enseguida llegaron los monosabios, metieron las tripas de Rocinante otra vez a su sitio con las manos y en el patio de caballos le cosieron la herida con una aguja saquera, se la desinfectaron con cal y aún tuvo que salir a picar al sexto toro de la tarde con esa cura de fortuna.
Al cabo de unos años, Rocinante llevaba ya diez costurones. Ahora le acababa de dar uno mortal de necesidad el toro que cerraba la fiesta de la patrona y un camión transportaba a Rocinante agonizando todavía para quemarlo en un horno apropiado. De camino, el conductor y su ayudante hicieron un alto en el bar Los Arcos para tomar una cerveza. Se la sirvió Sancho Panza mientras Alonso Quijano le decía a Dulcinea en la barra: algún día te llevaré a un lugar lejano en un caballo como Don Quijote. Mientras Rocinante ardía, las llamas aún alimentaron su último sueño: ser cabalgado por un caballero que pesara muy poco y que tuviera grandes ideales.
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