Saturno
Como suelo decir a mis alumnos de sociología política, si yo tuviera hilo directo con el palacio de la Moncloa me atrevería a sugerir que colocasen en el salón principal una reproducción del fresco de Goya Saturno devorando a un hijo: quizá la más célebre de las pinturas negras que decoraban la Quinta del Sordo (1821-1822) y que hoy cuelgan en el Museo del Prado. Algún alumno me ha respondido expresando su preferencia por otra pintura negra de la misma serie: aquella que se conoce como Riña a garrotazos, simbolizando el recurrente conflicto incivil que enfrenta a los españoles. Pero entonces alego que esta otra correspondería mejor al Palacio de las Cortes, sede de la dividida soberanía popular. Pues en cuanto al palacio de la Moncloa, sede de la Presidencia de Gobierno, parece más apropiada la figura del filicida Saturno para simbolizar el siniestro destino de una institución que pervierte la dignidad de los titulares que la encarnan.
El dicho de que la revolución devora a sus hijos fue acuñado en honor de los jacobinos de Thermidor, que se hundieron en un baño de sangre en 1794. Y después se repitió con ocasión de todas las demás revoluciones que han corrido la misma suerte autodestructiva del modelo francés original. Pero esto no sólo pasa con la revolución violenta, pues ocurre algo parecido con las transiciones pacíficas a la democracia, que también suelen devorar saturnalmente a sus precursores. Así sucedió con Suárez en España o con Gorbachov en la Unión Soviética, que fueron aniquilados como aprendices de brujo por la aciaga maquinaria que habían desencadenado. Ahora bien, desaparecidos los fundadores, se diría que sus espectros continúan habitando la sede del poder, mientras proyectan sobre sus sucesores una maldición fatal. De ahí que todos quienes han venido después hayan terminado mal: al menos en España (pero ¿qué decir de Yeltsin y de Putin?), pues, primero González y luego Aznar, ambos han acabado por ser devorados por la misma Presidencia que un día lograron conquistar.
En efecto, a la hora de salir del poder, el ex presidente Aznar está dando los mismos malos pasos que ocho años antes que él dio su predecesor González. Arruinado por los fracasos en que cayó por su injusto abuso del poder, resulta incapaz de reconocerlo así, prefiriendo sentirse víctima de una conspiración universal que le ha expulsado por la puerta de atrás con oprobio humillante. A él, pequeño rey-sol que se había buscado un pomposo eclipse como donante magnánimo para salir del poder por la puerta grande, pero que en su lugar se vio obligado a marcharse como un apestado entre la bronca y el abucheo del respetable. De ahí que, invadido por el resentimiento y el rencor, ahora dedique toda su vida al afán de venganza como única misión, sin complejos ni escrúpulos para recurrir a cualquier bajeza que le permita hundir a su sucesor. Todo ello exactamente igual que a su vez hizo su predecesor, deseoso de revancha por su derrota humillante.
Pero hay algo en que Aznar ha superado a González, al salir a escena para dar la cara ante la comisión parlamentaria que le exigía responsabilidades políticas, lo que su antecesor eludió hacer. Y Aznar pudo haber usado la oportunidad que se le brindaba para recuperar una cierta dignidad. Pero no quiso hacerlo así (quizá porque está en su carácter, tal como le dijo el alacrán a la rana), y en su lugar prefirió pedir cuentas para no tener que darlas, violando así la soberanía popular. Pues no sólo negó la evidencia y propaló falaces calumnias, sino que además escenificó lo que parece una denuncia profética a lo Mein Kampf. Al igual que Hitler basó su retórica en la humillación sufrida por la Alemania vencida en el Tratado de Versalles que puso fin a la I Guerra Mundial, de lo que hizo responsable a una conjura del judaísmo universal, también Aznar argumenta su retórica vindicativa en la humillación sufrida el 14-M, que es su particular Versalles del que culpa a una conspiración urdida por el PSOE y el Grupo PRISA. A ver si hoy la respuesta de Zapatero logra poner las cosas en su justo lugar.
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