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Columna
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Castelloneries

Otras voces estentóreas dominan este Adviento la vida pública valenciana. Exasperan e irritan a cualquier ciudadano o ciudadana moderados, de derechas o de izquierdas que tanto da, con sus irrisorias guerras lingüísticas y su utilización del valenciano tan sólo para atizar secesionismos y polémicas nominalistas en torno a a ese bien, que consideran fundamental en la idiosincrasia de estas tierras, y que tanto tiempo tuvieron olvidado. Otros temas y otros problemas, que no el del nominalismo, acucian a los votantes de aquí. Pero tanto da: siguen con el enredo e ignorando "las modestas verdades de hechos" de las que hablaba la pensadora y judía Hannah Arendt, a la que citaba con acierto en estas mismas páginas el italiano y demócrata Paolo Flores a propósito de las actuaciones de Aznar. Una modesta verdad de hecho viene a ser que las lenguas unen y no separan. El castellano nos une con los vecinos de Santa Cruz de la Sierra en la lejana Bolivia; el valenciano, con las gentes de Lleida o de Sant Antoni en Ibiza. Que no nos vengan con monserga alguna sobre las variantes de una lengua, cualquiera que sea, porque las variantes y los giros propios de cada zona en donde se habla una lengua son índices indicativos de que esa lengua está viva: sólo las lenguas muertas no tienen variantes. Eso lo sabe el lucero del alba y el alcalde de la capital de La Plana, que es modestamente de derechas, mientras la mayor parte de sus correligionarios de partido en la Capital de todos los valencianos anda por los cerros del desaguisado.

Esas cuitas, envueltas en irrisorios desaguisados y esperpénticas medias verdades, flotaban en el aire húmedo de este Adviento lluvioso, cuando en La Plana nos enteramos de que Quiquet de Castàlia había emprendido su último viaje. El popular Quiquet era la humanidad grandota, castellonense y valenciana, de Paco o Francesc Vicent. Era la voz de Castelloneries, el programa radiofónico dirigido a los cavallers de la vila i raval, i a la gent de les comarques castellonenques, allá por el tardofranquismo, cuando todavía se debía pedir permiso para hablar valenciano en público. La fiesta, la tradición, la raigambre en este terruño árido y seco, salpicado de huertas litorales, la moderación y el equilibrio, como el Adviento, entre la alegría y la austeridad, la lengua de sus ancestros que llegó con los conquistadores. Ninguno de esos aspectos pasó desapercibido en Castellón durante las últimas cuatro décadas, gracias a la voz moderada de Francesc Vicent. Quiquet hizo que muchos valencianos de por estas comarcas estimasen lo propio, sin ver fronteras en el Tossal-gros o la Penyeta Roja, en los cerros cercanos que protegen La Plana del viento helado. Este Adviento, que es tiempo de esperanza, lo despidió con una fina lluvia también moderada y poco escandalosa. Quiquet era un hombre de profundas convicciones religiosas sin banderías ni partidismos que le granjearan enemistades. Un típico castellonense de soca, devoto ejemplar de la Mare de Déu del Lledó.

Mucho antes de que fructificara en Valencia el germen de la discordia y el dislate en torno al valenciano, Quiquet era una noche de mayo junto a la ermita de la patrona de Castellón, a su lado el poeta Miquel Peris. Era festivas canciones y versos dirigidos a Selene, la personificación mitológica de la Luna, de la madre tierra, la primavera y la cristianizada Virgen, hija del fuego astral. Una noche castellonense sin voces estentóreas; una noche en valenciano sin secesionismos ni batallas nominalistas. Una modesta verdad de hecho, una siembra durante los fríos del Adviento.

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