El tenis en los toros
De un ascensor del aeropuerto de Madrid vi salir, el otro día, a un anciano en silla de ruedas, un mayordomo que lo transportaba y una fugaz enana que, por lo visto, había entablado conversación con ellos durante el breve trayecto y que se despidió a toda velocidad al llegar el ascensor a su destino. "Adiós", les dijo, y salió disparada. La reconocí enseguida, era Ana Palacio. El mayordomo le dijo al anciano: "Es la ministra de Exteriores, señor". Bueno, hasta ahí podíamos llegar. Tuve que rectificar al mayordomo. "Fue", le dije.
En muchos aspectos, sigue triunfando la España cañí que restauraron los populares. La vida sigue igual, que dice Julio Iglesias. Ahí está esa plaza de toros de Sevilla acondicionada para el tenis. Un deporte intrínsecamente elegante ha caído en una borrosa zafiedad popular. Y ahí está, por poner otro ejemplo del ámbito deportivo, Luis Aragonés, el sabio de Hortaleza, tan celebrado desde siempre por la prensa de la capital sin que yo nunca haya entendido qué clase de sabiduría es la de este carpetovetónico señor que se rasca siempre la oreja y que en su momento no llevó a la selección al catalán Xavi, el futbolista más en forma, con la misma xenofobia y persistente ceguera que un sabio y castizo jurado (seguramente son todos también de Hortaleza) no concede nunca el Premio Cervantes al escritor más en forma, el catalán Juan Marsé.
Ha sido el bochornoso espectáculo del tenis en los toros el que me ha sublevado ya del todo. Y es que, al igual que el poeta, "yo nací en la edad de la pérgola y el tenis" y en mi caso no tengo mala conciencia de señorito porque a fin de cuentas uno no elige la época en la que nace. A los 15 años, en Platja d'Aro, me entrenaba para ser campeón de Roland Garros con Hernández, un peculiar profesor en cuyo currículo constaba que había sido campeón de España de tenis profesional. Las circunstancias de la vida me llevaron pronto lejos de la pérgola y del deporte en el que tenía que triunfar, pero siempre me quedará el recuerdo de mi última partida de dobles, jugada con Jordi Cadena y dos componentes de Los Sírex en el desaparecido tenis Hispano-Francés de Barcelona.
Mi simpatía por el tenis es muy grande. Cuando fui a Ferrara, por ejemplo, busqué obsesivamente la casa de los Finzi-Contini sólo para ver cómo era la pista de tenis de la casa de los dos hermanos judíos de la novela de Bassani. Y después, también en Ferrara y también obsesivamente, busqué la casa natal de Antonioni, que tenía una escena magistral de tenis y de teatro del absurdo al final de su profética Zabriskie Point. Hace unos años, en San Lorenzo de El Escorial, el escritor Bioy Casares, consumado tenista en su juventud, se despertó a las cuatro de la tarde y bajó a la terraza del hotel y, como fuera que sólo me encontró a mí en ella, me otorgó el privilegio de ser el único depositario de la narración del sueño que había invadido su siesta. Acababa de soñar, me dijo, que jugaba al tenis en las nubes. Me pareció perfecto. Todo blanco. No podía ser para mí más elegante la imagen. Aquel mismo día, por la noche, le dieron el Premio Cervantes. Y recuerdo que me alegré muchísimo y sonreí. Pero la noticia por televisión la dio Jesús Hermida, quien añadió -lo recordaré siempre- que era de lamentar que un año más no iba a tener Camilo José Cela el premio. Entre Bioy y Cela había para mí un trecho literario tan grande que se me quedó la sonrisa congelada y la mirada errática, perdida en la elegancia de unas nubes que, al paso que vamos, me temo que a la esperpéntica España ya nunca llegarán.
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