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Reportaje:CRISIS EN UCRANIA

Rusia no renuncia a su imperio

Moscú se resiste a ceder a Occidente la influencia sobre Ucrania,con la que mantiene fuertes vínculos históricos, políticos y económicos

Pilar Bonet

Rusia tiene cartas para ayudar a solucionar el conflicto de Ucrania de forma constructiva, pero no está en disposición de jugarlas, por su propia involución hacia tradiciones autoritarias. A la élite política y económica de Rusia le tienta hoy más la posibilidad de influir en Ucrania que la de dejar en paz a sus vecinos para que, con todos sus problemas, busquen entre ellos la cohesión interna de un Estado centroeuropeo con sus propias características. Lo que las élites políticas y económicas rusas de Vladímir Putin han buscado en Ucrania es reafirmar a su país como potencia, hacer dinero (entre otras cosas, apoyando a Víktor Yanukóvich) y también asegurarse rutas de transporte de combustible hacia Occidente.

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El deseo de Moscú de influir en Ucrania tiene una base histórica, ya que las zonas del este y centro de Ucrania pertenecieron al imperio ruso desde mediados del siglo XVII y posteriormente Ucrania fue una de las 15 repúblicas de la URSS. Los argumentos históricos (tan dolorosos para muchos rusos en el caso de la península de Crimea) están teóricamente superados después de que el ex presidente Borís Yeltsin los ignorara donde hubiera podido plantearlos, a saber en la conjura eslava que acabó con la Unión Soviética en 1991. Sin embargo, las afinidades, las nostalgias y los resentimientos reprimidos tras el derrumbe de la URSS salen hoy a la superficie. Con Putin, escribía el comentarista ruso Mijaíl Leóntiev, Rusia ha aparecido como sujeto político para respaldar al este de Ucrania, que está poblado por rusohablantes y que antes estaba "desmoralizado".

"Rusia debe mostrar dureza insistiendo en el reconocimiento de las elecciones ucranias", dijo ayer Viacheslav Níkonov, de la fundación Política, en Moscú, una institución que ayudó activamente a Víktor Yanukóvich en los comicios presidenciales. Níkonov convierte a Ucrania en el ser o no ser de Rusia como potencia, ya que afirma que este país no puede considerarse a sí mismo como tal si no es capaz de enfrentarse con Occidente por Ucrania. Varios comentaristas rusos comienzan ya a especular sobre la idea de una escisión e incluso a proponer fórmulas que resultan alarmante vistas desde Kiev, incluso para gente del equipo de Yanukóvich.

Konstantín Zatulin, que también ha hecho campaña para Yanukóvich, habla de una posible federación ucrania al estilo de Bélgica. Por su parte, Alexéi Mitrofánov, diputado populista de la Duma (Cámara baja del Parlamento ruso), considera la posibilidad de que Yúshenko se quede al frente de las regiones occidentales que constituyeron la antigua Galitsina del imperio austrohúngaro. ¿Puede alguien imaginarse las regiones del este y sur de Ucrania convertidas en un territorio rebelde afín y fronterizo a Rusia? Por lo visto, hay quien incluso sueña con ello.

El deseo ruso de influir en Ucrania crece hoy tanto más cuanto Moscú, que desconfía de la ampliación de la Alianza Atlántica, cree que la OTAN, de la mano de Yúshenko, se hará fuerte en el país vecino y la amenazará desde allí. "Es evidente", dice Níkonov, "que la Sexta Flota de EE UU en Sebastopol, los bombarderos estratégicos de la OTAN junto a Poltava y los marines negros en Kiev no responden a los intereses nacionales de la Federación Rusa".

La Rusia de Putin es un país que se resiente de la pérdida del imperio y que ha decidido no retroceder un paso más. Desde la percepción de Moscú, Occidente actúa de acuerdo con dobles raseros. Los dirigentes rusos saben de lo que hablan, porque Yeltsin se benefició de la benevolencia de Occidente (si no de su complicidad) en 1993, cuando, por miedo a una involución comunista, tanto EE UU como los países europeos cerraron sus ojos al bombardeo del Parlamento ruso y la truculenta aprobación de la actual Constitución de 1993.

Rusia se siente legitimada hoy en su propia involución hacia el imperio y hacia un sistema autoritario por la actitud de Occidente, que, a su juicio, discrimina a los serbios en favor de los croatas y a los rusos en favor de los ucranios, los bálticos o los georgianos. Las intervenciones militares de EE UU en nombre de la lucha contraterrorista, como la de Irak, refuerzan las tendencias rusas a atribuirse una esfera incuestionable de influencia y a jugar el juego de la gran potencia.

Esa Rusia, que además de reforzarse en el autoritarismo nada en la abundancia económica, es hoy la vecina de Ucrania. La Rusia de hoy no es la que heredara Yeltsin, que, con todos sus problemas, se abría sobre el futuro y no se replegaba sobre el pasado. Las críticas de Putin a los observadores de la OSCE o su reiterada felicitación a Yanukóvich, formulada antes de la cumbre con la UE de ayer, no dejan dudas de la apuesta rusa. Retóricamente, es una apuesta por la estabilidad. En la práctica, es una apuesta por los intereses de la Rusia de Putin. Si hay algo que inspira verdadero rechazo a la nueva nomenclatura del Kremlin, es el mal ejemplo que da la voluntad popular cuando se expresa libremente en la calle y el libre ejercicio de los derechos democráticos, sin controles desde arriba. A simple vista, los dirigentes rusos nada tienen que temer de una sociedad cada vez más apática, pero ¿quién sabe? Justamente, ése es el problema.

Policías antidisturbios, con escudos decorados con flores y detrás de una guirnalda de globos con los colores de la oposición, montan guardia delante de la sede de la Presidencia, ayer en Kiev.
Policías antidisturbios, con escudos decorados con flores y detrás de una guirnalda de globos con los colores de la oposición, montan guardia delante de la sede de la Presidencia, ayer en Kiev.REUTERS

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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