Iglesia-Estado
El presidente de la Conferencia Episcopal Española abrió ayer la asamblea de los obispos con un mensaje, si no de conciliación, sí de voluntad de enfriar las tensiones. Tiene el Gobierno demasiados frentes abiertos como para no ver con preocupación la subida de temperatura producida en las relaciones Iglesia-Estado en los últimos meses. Zapatero pidió el mes pasado respeto para los ámbitos respectivos de responsabilidad, y en concreto, para las decisiones del Parlamento; pero también ofreció diálogo.
Es cierto que el cardenal Rouco plantea ese diálogo con condicionantes que fácilmente sirven de excusa para romperlo. Tratándose de convicciones y creencias, un diálogo "basado en la Verdad", con mayúscula, sólo es un monólogo. Y la idea de que para dialogar es preciso que el legislador "se atenga al orden moral" es una invitación al silencio de los demás si se da por supuesto que la única moral es la definida por la jerarquía eclesiástica. Pero hay motivos para pensar que ni al Gobierno ni a la Iglesia les interesa un conflicto, y el diálogo es la forma de evitarlo.
Al Gobierno le corresponde combatir las simplificaciones que algunos hacen de sus reformas o proyectos. Muchos creyentes (y el 80% de los votantes del PSOE así se declaran, según las encuestas) se sienten desconcertados ante las falacias que tribunos con gran influencia social están extendiendo sobre esas cuestiones: la ampliación del aborto a determinados supuestos, la simplificación de los trámites para el divorcio, la extensión de los derechos civiles ligados al matrimonio a las parejas de homosexuales que lo deseen, no son "imposiciones" que obliguen a quienes impugnan esas posibilidades en razón de su fe. Es falso que se suprima la asignatura de religión. La investigación con células madre con fines terapéuticos fue aprobada por el anterior Gobierno. Y la regulación de la eutanasia no figura entre los planes del actual.
Los sentimientos de los creyentes merecen respeto, pero no hasta el punto de vulnerar derechos individuales de quienes no comparten su fe. Y para contrarrestar a quienes practican la política como religión y la religión como política, lo mejor es argumentar, no descalificar. El diálogo ofrecido por Rouco dará ocasión de hacerlo; hay que tomar su palabra.
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