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Biznietos de W. H. Russell

Evocar los orígenes del periodismo de guerra, ahora que se cumplen 150 años de sus inicios en Crimea, tiene particular interés en esta posguerra de Irak, larga y cruenta. Biznietos y tataranietos del legendario William Howard Russell, los corresponsales siguen encontrando hoy una pauta de conducta e inspiración en aquel irlandés que narró con mirada profesional los errores y los horrores de una guerra especialmente popular en Gran Bretaña.

Con una libertad de acción pocas veces repetida, Russell criticó las deficiencias del ejército británico y los errores de su comandante en jefe. Sus crónicas causaron la caída de un Gobierno, la creación del primer cuerpo de enfermeras militares, el uso de la fotografía como arma de propaganda y las primeras normas de control de la información. El 25 de octubre de 1854, fue testigo de la carga suicida de la brigada ligera de la caballería británica frente a la plaza rusa de Balaclava, y la crónica publicada el 14 de noviembre en The Times causó una profunda conmoción en Inglaterra.

Las crónicas de Crimea de Russell causaron la caída de un Gobierno y la creación del primer cuerpo de enfermeras militares

La reina Victoria mostró su disgusto al periódico por la cobertura de la guerra, y su marido, el príncipe Alberto, llegó a sugerir a los militares el linchamiento del "miserable escritorzuelo". Roger Fenton, retratista de la casa real, fue enviado a obtener imágenes amables de la guerra, con toda la pesada impedimenta de los primeros fotógrafos. Cuando en febrero de 1856 el ejército dictó una orden general prohibiendo a los corresponsales publicar detalles que pudieran ser de utilidad para el enemigo, la guerra estaba casi acabada y Russell regresó a casa en olor de multitudes. Sus crónicas, que habían sido publicadas con la única mención "de nuestro propio corresponsal especial", fueron recogidas en un libro. Apenas 60 años más tarde, Gaziel describió en La Vanguardia cómo los corresponsales de guerra habían sido reducidos a invitados de lujo de los ejércitos en la retaguardia de la I Guerra Mundial. Acababa así la aureola de aventura y heroísmo que les acompañó en las guerras de la segunda mitad del siglo XIX -la de secesión americana, la franco-prusiana, la Comuna de París y los primeros conflictos coloniales en Asia y África-, sometidos a sofisticados dispositivos de atenciones personales y de control de la información.

William R. Hearst, futuro Ciudadano Kane, intervino de manera decisiva en el estallido de la guerra entre Estados Unidos y España en Cuba, en 1898, ante la indignación de la prensa norteamericana -y la sorpresa y estupefacción de la española- por su falta de escrúpulos en la invención deliberada de noticias en The New York Journal. Apenas cinco años más tarde, el Gobierno británico amparaba el rodaje con actores en un suburbio londinense de una película sobre el supuesto ataque de la guerrilla bóer contra una tienda de la Cruz Roja en Suráfrica, antecedente remoto de la famosa fotografía del cormorán bañado en petróleo de la primera guerra del Golfo, en 1991.

Desde las formas de censura, dirección informativa y propaganda puestas en pie con igual dedicación y eficacia por Gran Bretaña, Francia y Alemania en 1914 -y más tarde por Estados Unidos- hasta las que se practican en las guerras de hoy, no hay sino un continuado esfuerzo en el perfeccionamiento de procedimientos, así como en la estimulación exagerada del patriotismo y de la xenofobia y en el uso de la mentira como medio para obtener el apoyo de la población. En The First Casualty, el célebre estudio británico de 1973 sobre la historia de los corresponsales que ha alcanzado ya una tercera versión hasta la guerra de Kosovo, Phillip Knightley señala el protagonismo de Gran Bretaña en la puesta a punto de los grandes aparatos de propaganda oficial, con tal eficacia y secreto que aún hoy es un tema poco conocido.

Algunas cosas, sin embargo, están cambiando: la popularidad

de las guerras, ante todo, y la actitud de medios y corresponsales, en correspondencia con los cambios en la opinión pública. W. H. Russell era partidario de la guerra, a diferencia de buena parte de sus biznietos.

La demanda de noticias, aun así, no deja de crecer. La proximidad relativa de los escenarios bélicos por la facilidad de las comunicaciones ha permitido una mayor afluencia de periodistas a las zonas de conflicto, aun a riesgo de hacerlo a la aventura y no siempre con una cobertura empresarial responsable.

Entre las bajas se cuentan a menudo periodistas, no sólo la verdad, que sigue siendo la primera. Además de homenaje, la presencia de familiares de los periodistas muertos en acto de servicio en el desfile militar del 12 de octubre en Madrid es una muestra del auge del periodismo de guerra, que, con excepciones, no había tenido en España un desarrollo importante.

A la pérdida de apoyo social como factor de exigencia de una mayor libertad de información sobre la guerra, se añade la pérdida de control de las comunicaciones por parte de los gobiernos. Los teléfonos móviles, Internet y el correo electrónico han liberado de dependencias y controles a los corresponsales. Aunque limitadas las posibilidades de acercarse a las zonas de conflicto y aceptadas las condiciones restrictivas para el acompañamiento o la incorporación a unidades militares sobre el terreno, la información de guerra empieza a descubrir nuevas posibilidades.

Russell tuvo en Crimea un amplio margen de libertad, sin olvidar el acoso material y moral de los oficiales, que le obligó a reservar datos que el Times no dejó de utilizar en editoriales. A sus biznietos y tataranietos se les han abierto nuevas posibilidades por la facilidad de las nuevas tecnologías, por la multiplicidad de los medios y por la demanda social.

Jaume Guillamet es decano de la Facultad de Periodismo de la UPF.

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