"El gran fracaso es no poder realizarse"
Casa del Olivo comienza en 1949, cuando Castilla del Pino (San Roque, 1922) acaba su formación como psiquiatra en Madrid y se instala en Córdoba para hacerse cargo del precario Dispensario de Psiquiatría. Lo dirigiría durante 38 años. Allí por las mañanas, y en su consulta privada por las tardes, Castilla trató a todo tipo de personas, pero sobre todo a los "menesterosos", a los jornaleros, a los perdedores de una guerra civil cuyas complejas secuelas marcaron la vida y la locura de ese tiempo.
A partir de esa experiencia, el libro retrata de manera muy precisa y clara el perfil psicológico (casi una historia clínica) del franquismo, y mezcla esa visión global con el sincero punto de vista del autor sobre sus amigos y enemigos, entre ellos algunos mandarines de la cultura, la política y la medicina (especialmente nítidos los perfiles de Laín Entralgo o Ignacio Gallego; más equilibrados en luces y sombras los de Juan Benet, Jesús Aguirre, Javier Pradera, Carrillo, Luis Martín Santos o Aranguren).
"Uno no puede perderse el respeto a uno mismo; yo he tratado de llevar esa idea a cabo"
"Había muchos niveles de complicidad en las fechorías: el que mata, el que tolera, el que calla..."
"Las muertes de mis hijos me causaron un gran pesar, pero no impidieron mi proyecto de vida"
"La historia es fría. Las memorias reflejan mejor el drama , el de uno y el de los que uno conoce"
Esa microhistoria del país ("la macrohistoria siempre es fría y no alcanza para contar los dramas personales", dice Castilla) tiene como epicentro la espléndida descripción de esa Córdoba misteriosa, pacata y beata de los años cincuenta y sesenta, espejo de las heridas, de la soterrada y muda depresión colectiva que sufre el país entero, esa "sociedad inmóvil y enferma en la que no se podía hablar de nada porque todo el mundo tenía algo que esconder".
Un tiempo de silencio y destrucción, como escribió su amigo y colega Martín Santos, pero, a la vez, un tiempo de lucha y resistencia: Casa del Olivo revela las grandes pasiones vitales e intelectuales de un humanista que, con una determinación a prueba de bombas, se resiste a dejarse vencer por el aislamiento y la mediocridad y viaja por España y el extranjero (el Chile de Allende, la Cuba de Castro, la Rusia de los años setenta...); colabora con el partido comunista, escribe libros de psiquiatría social que incorporan tesis marxistas, se relaciona con intelectuales y científicos de dentro y fuera o da sus conferencias-protesta ante miles de estudiantes ávidos de libertad.
En contraste con todo eso, y quizá también en pago por ello, Castilla padeció el vacío de la psiquiatría oficial. Varios capítulos narran su penosa peripecia en busca de la ansiada cátedra universitaria, que acabaría en el ostracismo: fue suspendido cuatro veces (1952, 1956, 1959, 1969), las tres últimas escandalosamente manipuladas por los próceres del régimen.
Como trágico colofón, las memorias incorporan el terrible balance de las desgracias íntimas. El psiquiatra reconoce su incompetencia como padre y educador y califica como un error su paternidad (tuvo siete hijos); luego narra las muertes sucesivas de cinco de ellos (María, Carlos, Álvaro, Gonzalo y María Fernanda) y revela cómo sobrevivió a la pena refugiándose en el trabajo, en la lectura, en la escritura, en el arte, en el estudio, en ese proyecto de vida ("crear una escuela de psiquiatría en toda regla") que no pudo culminar del todo porque no lograría la cátedra hasta 1983, "sólo tres años antes de jubilarme".
Pregunta. En el libro se juzga como un padre incapaz. Más que una autocrítica parece un flagelo.
Respuesta. Bueno, se lo debía a los lectores: para ser veraz respecto a los demás personajes sobre los que doy mi punto de vista, es lógico que me pusiera yo en esa misma situación, que diera mi punto de vista sobre mí mismo. Era una cuestión moral, aunque suene grandilocuente.
P. ¿Cree que con sus otras facetas ha sido tan autocrítico?
R. Creo que sí, pero no sé qué opinarán los lectores. Ese mostrar mi incompetencia en el rol de padre es una critica que me hago yo, pero que ya me han hecho otros. Respecto a otras cosas, en el libro aparentemente salgo bien parado. Quizá porque mi idea de la vida ha sido siempre que uno no puede perderse el respeto a uno mismo y he tratado de llevarla a cabo.
P. O sea, que ha sido tan exigente y duro con usted mismo como con los demás...
R. Creo que sí. Quizá mi punto de vista sobre algunos personajes puede sorprender, pero la veracidad biográfica no está en la verdad, sino en la sinceridad del punto de vista, que es compatible con otros puntos de vista. En las biografías, la verdad siempre queda flotando. Pero, si se publican, los otros, los lectores, pueden ser los jueces y los fiscales, defender o acusar...
P. Leyendo el libro se siente que está escrito sin tapujos.
R. Desde luego está escrito con sinceridad, lo que pasa es que la verdad, como los hombres, es poliédrica. Cuando yo te veo, saco una de mis caras, la que creo que ha de concordar con una de las tuyas. Sin negar que los dos, como todos, tenemos muchas caras.
P. ¿Y ha aprendido cosas de usted mismo escribiendo el libro?
R. No. La idea de redactar mi autobiografía viene de la adolescencia, de la necesidad de contar los dramas que viví, la caída de la monarquía, la República, aquella guerra espantosa... Siempre he sido una persona con ideas fijas sobre mi proyecto de vida, y ese proyecto no se ha torcido apenas. Se lo debo quizá a la Institución Libre de Enseñanza, que nos enseñaba a buscar siempre la línea recta: "Vaya hasta donde pueda ir".
P. Una disciplina casi militar.
R. Militar no, moral. Y no sólo ética. Ése es el mandato de Goethe, "llega a ser el que eres". Lo hice mío siendo adolescente. La tarea de descubrir quién se es, qué se quiere ser y tratar de serlo. Serlo es el éxito de una vida, y no la fama, que es un seudoéxito, cara a los demás.
P. Ni siquiera las muertes de sus hijos le apartaron de ese camino recto.
R. Quizá lo expliqué mal en aquella entrevista con Arcadi Espada [publicada en El País Semanal en septiembre de 2002], aunque sigo pensando que hay mucha hipocresía en el hecho de que la gente no fuera capaz de interpretar lo que quise decir. Parecería que hay un baremo para la pena: una madre, 10; un padre, 8; un hijo 25... Para mí, la muerte de mi padre fue en un sentido una liberación. Cuando lo dije mucha gente se escandalizó. Pero lo fue realmente. El quería que estudiara arquitectura, yo quería ser médico; cuando murió me liberé de ese conflicto. Una cosa es la pérdida del objeto amado: el duelo dura un tiempo y se acaba, salvo que esté contaminado por la culpa. Pero el verdadero fracaso en la vida es no poder realizarse: el escritor al que nadie lee, el poeta que no encuentra la poesía, el matemático que no es capaz de resolver el teorema de Fermat... Y eso no tiene nada que ver con el duelo. Todas las muertes de mis hijos me causaron un gran pesar, pero no impidieron mi proyecto de vida... ¡Sólo habría faltado añadir eso al drama! Lo que impidió realmente mi proyecto de vida fue no lograr la cátedra.
P. En el libro dice que se refugió en el trabajo para sobrevivir.
R. Si además de padecer esas desgracias hubiera renunciado a mi realización todo hubiera sido mucho más dramático. Cuando se suicidó mi hija María yo estaba escribiendo un capítulo de Introducción a la Psiquiatría, justo el que hacía referencia al duelo. Lo que hice fue objetivar mi pena, hacer como si se saliera de mí, verla desde fuera: "Ahora no describo lo que me cuentan, sino lo que me pasa a mí".
P.Esa frialdad de científico, casi de entomólogo, se desmiente en parte en el libro; se ve que ha vivido la vida con mucha pasión.
R. No es contradictoria la frialdad precisa para la ciencia con la pasión por el conocer, investigar, por formular una teoría o resolver un problema. Sí, mi vida ha estado llena de pasiones: la pasión por el conocimiento, por el arte, por la lectura, por las formas de vida...
P.Eso contrasta con el relato del silencio espeso que se hizo en su casa familiar de El Mochuelo, primero en su relación con sus hijos y después con su mujer...
R. Mis hijos y yo fuimos convirtiéndonos en extraños y llegó un momento en que hablar sólo hubiera empeorado las cosas. Hubieran surgido reproches mutuos, era mejor callar... Era un silencio que apesadumbraba, sí, pesaba mucho. Ahora, con mi primera mujer, vemos las cosas de lejos y la relación es buena, fluida. Ella comprendió que mi salvación era mi trabajo...
P. Salvación que ella no tenía.
R. No, y ése era su drama. Y yo lo viví con mucho dolor.
P. Hay muchos suicidios en el libro. ¿Pensó alguna vez en quitarse de en medio?
R. Jamás. Nunca he tenido ganas de morirme, no ya de matarme.
P. ¿Sirvieron de aprendizaje para el dolor las terribles historias que oía en el dispensario?
R. El dispensario servía de aliento. Toda aquella pobretería terrorífica compensaba por el cariño que me tenía aquella gente. En ellos no había convención, no existía el disimulo del mundo burgués... Su afecto era enternecedor.
P. También cuenta que los dramas que conocía ejerciendo de psiquiatra le convirtieron en "antifranquista rabioso". Aunque no queda claro del todo si llegó a militar en el PCE.
P. Sí, milité. Pero Carrillo debió decirles que me dejaran tranquilo. Después de que leyera un día un artículo a unos compañeros, me dijeron que había que llevarlo al Comité Central para pasar la censura, y yo les dije que no iba a tocar una coma. Yo era más bien un francotirador...
P. ¿Sería eso lo que llevó a su maestro, López Ibor, a torpedear continuamente su acceso a la cátedra?
R. En parte sí. Ya antes le hice algunos reproches profesionales y no me lo perdonó nunca. Debió pensar que si llegaba a la cátedra no podría contar con mi complicidad... Y, por otro lado, mi perfil político era cada vez más conocido, y él era un hombre que venía de Acción Española y que al final acabó en el Opus...
P. ¿Toda la Universidad era así de cerril o sólo Medicina?
R. Bueno, no todos eran tan brutales. En Economía Tamames salió catedrático y era comunista, Sampedro daba clases... Pero tras la guerra las facultades de Medicina cayeron en manos de Enrique de Salamanca, que era un fanático religioso, y...
P. Y de Pedro Laín, cuya ambigüedad usted denuesta en el libro.
R. Laín, como falangista y católico moderado, luchó contra los católicos ultras y fue una figura de conciliación... Conmigo se portó siempre muy bien, pero me molestaba mucho que se comportara así con todos, fueran de la cuerda que fueran.
P. Los perfiles que traza de Benet, Jesús Aguirre o Aranguren son mucho más equilibrados, pero tampoco esconden las aristas.
R. He querido dar mi punto de vista recordando escenas que vivimos juntos. Todos tenemos varias caras, podemos ser muy inteligentes para unas cosas y muy estúpidos para otras. Le pasaba a Aguirre, que era capaz de hacer tonterías y de ser una persona inteligente e íntegra a la vez. Ésa es la vida humana. Yo de joven tenía unas ideas muy simples sobre el ser humano. Cuando me di cuenta de la enorme complejidad de las personas fue al recibir en mi consulta privada a personas comprometidas con el régimen: ninguno de ellos era monolítico, todos tenían sus facetas...
P. ¿Y sus traumas?
R. Claro. Tardíamente descubrí por qué nadie quería hablar de la guerra: porque había muchos niveles distintos de complicidad en las fechorías. El que mata, el que denuncia para que maten, el que manda matar, el que tolera, el que sabe pero calla... Todos estaban implicados y era mejor no hablar. Si ves una fechoría y decides callar, en cuanto se habla de ello te sientes culpable... Eso explica la consideración que en Córdoba tenían los criptorrojos por los Cruz Conde: ellos fueron los únicos que se atrevieron a ir a Queipo de Llano y decirle que tenían que dejar de fusilar, que aquello era una barbaridad...
P. Así que era una sociedad muda, y por tanto enferma.
R. Cuando no puedes hablar de todo lo que debes hablar, estás enfermo: eso crea un tapón que te bloquea muchas otras cosas. Y eso fue lo que pasó en la sociedad en general. Se optó por el "no pasa nada", por el "nunca pasa nada". Eso era muy característico del franquismo.
P. Y quizá explica el aluvión reciente de libros sobre esa época.
R. Es parte del proceso de curación, sí. Y estoy contento de ver que hay gente que trabaja seriamente en poner las cosas en su sitio. El libro de Jordi Gracia [La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España (Anagrama)] es un ejemplo entre otros muchos: muestra esa época en su complejidad, sin ajustes de cuentas. Porque no se trata de ajustar cuentas sino de poner las cosas en su sitio y que de cada cual sepa cuál fue su vela.
P. Así que sus memorias no ajustan cuentas...
R. La historia es muy fría, no tiene drama; la vida sí es dramática, y lo que yo quería aportar al escribir mis memorias es eso, tanto el drama mío como el de las otras personas que he vivido de cerca. Ahora está de moda la historia oral, la microhistoria, pero es terrible la cantidad de personas que han muerto sin contar lo que sabían. Ricardo Gullón, por ejemplo, que fue fiscal republicano y estaba situado en un nivel intermedio perfecto: entre la micro y la macrohistoria. Se ha perdido mucho y es muy penoso, pero ahora también se está salvando mucho y eso es muy saludable.
P. Es curioso que gente como usted, con tanta ambición de miras, no saliera zumbando de aquel páramo gris.
R. No quise irme. La idea del exilio era para mí más penosa que la de la muerte. Por eso rechacé la invitación a Canadá.
P. ¿Cree que su trabajo como psiquiatra, siempre escuchando y hablando muy poco, influyó en la hiperprotección de su intimidad que algunos amigos suyos dicen haber sentido en usted?
R. Es posible. Contar mi vida en la consulta no puedo, y quizá eso te acostumbra a ser más receptor que emisor...
P. Otra cosa impactante de su libro es la cantidad de amigos que tiene y ha tenido. ¿Es posible tener tantos amigos buenos?
R. Sí, se puede. Porque cada uno tiene sus facetas. Si vas a un concierto, vas con uno; con otro si vas a una conferencia; con otro si organizas un viaje. Creo que he aprendido a aceptar a mis amigos como son, del mismo modo que ellos me aceptan a mí; a valorar lo que me ofrecen y lo que me enseñan cada uno a su manera. Y hay un eje transversal común a todos: su talante moral, su fiabilidad.
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