_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Quince años después

Josep Ramoneda

El día en que las tropas americanas iniciaban el asalto a Faluya coincidió con el 15 aniversario de la caída del muro de Berlín. Una casualidad derivada del calendario electoral: el destino de Faluya dependía de que los electores americanos dieran con su voto a Bush la orden de atacar. La coincidencia da para la melancolía. El 9 de noviembre de 1989 es una de aquellas jornadas propicias para creer que los ciudadanos de buena voluntad pueden llegar a triunfar sobre el despotismo, la insolencia y el abuso de poder. Tal fue la ilusión que algunos decretaron el fin de la historia. Pero la historia es terca y 15 años después asistimos en Faluya a la primera gran celebración bélica del triunfo de la revolución conservadora. Los ciudadanos esperanzados de ayer parecen completamente aturdidos hoy. En nombre de la lucha antiterrorista, se invita a los habitantes de una ciudad de 300.000 habitantes a abandonarla, sin cobertura ni asistencia alguna; se advierte de que los que se queden en sus casas serán considerados terroristas; se lanza un verdadero diluvio de fuego sobre la ciudad; y 12.000 soldados proceden a una operación de limpieza -vuelve la palabra mágica de los momentos del terror-, cuando, sin duda, los terroristas más peligrosos están actuando ya en otras partes. Se arrasa una ciudad para hacer posibles unas elecciones. Y Europa traga esta nueva manifestación de desprecio por el material humano -algo en que Bush y Putin parecen hermanos- en silencio y resignación porque los ciudadanos de Estados Unidos han hablado y nuestros gobernantes tienen miedo a significarse demasiado.

Sin embargo, los más devotos tienen prisa. Buttiglione, el comisario frustrado, que sigue paseando insolente su desprecio a las mujeres y a los homosexuales, está preparando un partido para dotar a Italia de una versión "teo-con" del neoconservadurismo en boga. Y Aznar se ofrece inmediatamente como correa de transmisión de la revolución conservadora a los partidos de la derecha europea. Los obispos españoles tienen menos suerte: el intento de aprovechar políticamente la oleada de religiosidad que viene de América ha producido, como ocurre a menudo cuando la religión se hace política, la división entre los suyos. España es compleja y cada obispo busca pasto donde puede para su rebaño, que hoy en día va escaso.

Algún día Estados Unidos fue modelo de sociedad abierta. Ahora triunfa la sociedad cerrada: la que cree que el orden jerárquico de las cosas viene establecido por Dios, que la fuerza es la mejor expresión de la voluntad divina, que hay un orden inmutable de las cosas basado en cierta idea de la familia, que Estados Unidos es el pueblo elegido para imponerlo, y que cualquier idea de responsabilidad compartida es de débiles. Hace 15 años triunfó el poder de la gente contra el abuso de poder, hoy triunfa la aceptación ciega del abuso de poder.

Alguien tiene que defender la sociedad abierta que Estados Unidos está abandonando. Y un cúmulo de circunstancias más o menos fortuitas hacen que se mire al presidente Rodríguez Zapatero. Su política de abierta discrepancia con la estrategia antiterrorista de Estados Unidos le marcó de partida. La secuencia de medidas destinadas a ampliar los derechos civiles y, por tanto, el reconocimiento de las distintas opciones personales, propio de la sociedad abierta, han completado el retrato. Y el mantenimiento de su política económica dentro de las coordenadas de la ortodoxia liberal ha impedido que algunos le acusaran de abrir por un lado y cerrar por el otro. Zapatero ha tenido la suerte de que Bush le ha demonizado en vez de ignorarle, que es lo que parecía razonable dado el limitado peso geopolítico de España. Lo cual, sumado a la irritación que provoca entre conservadores y clericales europeos, es una buena contribución a la construcción del personaje. Pero lo más importante, y a la vez complicado para Zapatero, es que, por fin, la izquierda vuelve a tener una agenda de movilización: contra la revolución conservadora. Hay quien dice que la victoria de Bush es el triunfo del político de principios; son los mismos que piden a Europa que renuncie a sus principios para someterse a Bush. Zapatero tiene la oportunidad de encontrar y liderar una mayoría social para defenderlos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_