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Reportaje:

Kosovo, conflicto abierto

La minoría serbia vive protegida por las tropas internacionales a la espera del estatuto final de la provincia

Guillermo Altares

A las nueve menos cuarto de la mañana, todos los martes y viernes, varias decenas de serbios se arremolinan en la aldea de Osojane, en el oeste de Kosovo, ante el autobús blanco de Naciones Unidas con cristales de plástico (para protegerse de las pedradas). Los soldados del destacamento español de las tropas internacionales de la Kfor, que se ocuparán de escoltar por territorio albanokosovar el vehículo hasta el enclave urbano serbio de Mitrovica norte, pasan lista y controlan que nadie lleva armas. Los serbios viajan para hacer compras, vender productos del campo, ir al médico, visitar a parientes, acudir a la escuela superior o desplazarse a Belgrado. Una joven llora abrazada a sus padres y a sus amigas. Se va a Italia. Todos saben que no regresará.

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"Todos los días nos preguntamos hasta cuándo nos quedaremos. En 2001, cuando volvimos después de la guerra, éramos 60 jóvenes. Ahora solo quedamos 15. Aquí no hay trabajo. Vivimos de la agricultura y de la ayuda y sólo nos movemos con escolta", afirma Sonia Vukovic, psicóloga de 27 años. En la explanada central de Osojane, una aldea de casas dispersas situada en un bellísimo valle con las montañas que separan a Kosovo de Montenegro en el horizonte, hay una escuela con 10 alumnos, cuatro contenedores en los que viven refugiados y una humilde tienda. En la puerta, vestido con ropas gastadas, Tosic Ilia, de 63 años, aunque aparenta muchos más, vende tomates. "Mis hijos y mis nietos están en Serbia. Aquí no hay nada. Pero yo nací aquí y me moriré aquí", afirma.

En la provincia Serbia de Kosovo, administrada por Naciones Unidas desde los bombardeos de marzo de 1999, viven 128.000 serbios, el 8% de sus 1,8 millones de habitantes, en un 90% albaneses mayoritariamente musulmanes. En las elecciones parlamentarias del pasado 23 de octubre, cruciales porque a partir de junio de 2005 comienza la negociación sobre el estatuto definitivo de la región, que deberá decidir Naciones Unidas, ganaron los principales partidos albaneses que exigen la independencia, mientras que los serbios se abstuvieron en masa (votó apenas el 1%). Pero incluso el presidente europeísta serbio, Boris Tadic, que pidió la participación frente a los llamamientos al boicot de la Iglesia ortodoxa y de casi todos los líderes serbios locales y del primer ministro, Vojislav Kostunica, ha reiterado que no aceptará la independencia.

El ataque de la OTAN se produjo tras la salvaje campaña de limpieza étnica dirigida por Slobodan Milosevic contra los albaneses, que huyeron en masa y no volvieron hasta la llegada de los soldados internacionales para encontrar pueblos quemados y fosas comunes. Entonces estallaron las venganzas albanesas contra los serbios, también terribles. Al menos 100.000 han abandonado Kosovo, de los que regresaron 4.000, los mismos que se fueron otra vez durante la violencia étnica del pasado marzo.

En el campo kosovar -el 70% de la población es rural- pueden verse las consecuencias de esa historia reciente. En los caminos, que recorren fértiles valles de frutales y prados, se atraviesan aldeas albanesas, con las casas recién construidas, ya que las viejas fueron arrasadas en 1999. La llegada a una zona serbia se anuncia porque las viviendas más alejadas están en ruinas, con pintadas de la guerrilla albanesa del ELK. Fueron destruidas a partir de 1999. En Suvo Grelo, un pueblo de 145 habitantes perdido entre valles y riscos escarpados, el maestro y representante local Tomasevic Dean, de 36 años, asegura: "Los albaneses nos amargaron la vida y quieren seguir haciéndolo". Sin embargo, Suvo Grelo y la vecina albanesa Cerkolec pueden ser considerados casi como un ejemplo de convivencia: los serbios no se fueron nunca de allí y los representantes locales de las dos nacionalidades resuelven juntos los problemas. Pero en Kosovo también está presente otra historia, mucho más lejana.

La escritora británica Rebeca West llamó a Kosovo en los años treinta "la vieja Serbia". Para entender esta frase hay que escuchar a la señora Dobrila, una enérgica mujer de 75 años que vive refugiada en el patriarcado de Pec y se ocupa de mostrar el monasterio medieval donde tiene su sede la Iglesia ortodoxa serbia. "San Saba, el primer obispo de Serbia, eligió en el siglo XIII esta región porque representaba el centro de Serbia. Esta iglesia es la madre de todas nuestras iglesias y Serbia no tiene otro lugar más importante y sagrado que éste", afirma, antes de explicar el nombre, Kosovo y Metohija, Kosmet en la vieja terminología yugoslava, por el que se conoce a la provincia en Serbia: "En griego quiere decir propiedad de la Iglesia".

Más allá de cualquier consideración política, con sus pinturas de los siglos XIII y XIV, construida al pie de las montañas, el patriarcado de Pec es considerado una de las iglesias más importantes del mundo, al igual que el monasterio de Decane, que en junio fue declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco. Éstos y muchos otros monumentos ortodoxos de enorme valor están protegidos 24 horas al día por la Kfor en medio de medidas de seguridad propias de una base militar.

En Decane, un monje de 33 años, que no quiere decir su nombre alegando motivos de seguridad, rechaza hablar de política dentro de la iglesia, una mezcla única de románico y estilo bizantino, pintada de arriba abajo en el siglo XIV. Fuera, al mostrar el taller de iconos, afirma: "¿El futuro de Kosovo? Ser pesimista es ser realista. La Iglesia ortodoxa está en política, pero no ha sido nuestra elección", dice, para explicar la enorme influencia que esta institución tiene entre la población serbia de Kosovo y entre los nacionalistas, influencia que, por otra parte, no utilizó para frenar las matanzas de croatas, bosnios o albaneses en la pasada década. "La vida diaria está basada en la segregación y el miedo. La corrupción y el crimen organizado se han adueñado de Kosovo y nadie hace nada. El futuro sería arrestar a los criminales, también a los que están en el Gobierno, y organizar una vida normal, una sociedad multiétnica. Reconocer la independencia sería convertir a Kosovo en la Colombia de Europa. Ya lo es; pero, por lo menos, no es legal".

Muchos expertos creen que la cantonalización, propuesta por Serbia y rechazada por la UE, es una solución imposible, porque más allá de algunos enclaves urbanos como Mitrovica norte (30.000 habitantes) o Gracanica (5.000), la población minoritaria está repartida un poco por todas partes. La creación de entidades étnicas, siguiendo el modelo de los acuerdos de Dayton en Bosnia, provocaría trágicos movimientos de población. El presidente kosovar Ibrahim Rugova, cuyo partido ganó con un 45% los comicios de octubre, exige la independencia; pero ha condenado la violencia y mantiene que Kosovo puede convertirse en una sociedad multiétnica, que garantice los derechos y la seguridad de las minorías, algo que exige la ONU para empezar a negociar el estatuto. Por ahora las dos comunidades viven de espaldas.

Con los odios y venganzas acumulados, una enorme crisis económica (el 70% de la población está en paro), el peso de la historia, el hecho de que albaneses y serbios lleven en Kosovo desde hace siglos y no haya matrimonios mixtos, la solución es cualquier cosa menos fácil. Noel Malcolm empieza su historia de Kosovo con una frase: "Las guerras en la ex Yugoslavia empezaron aquí y acabarán aquí". La revuelta de marzo, durante la que una turba de unos 50.000 albaneses radicales (según la investigación de la ONU) asesinó en dos días a 19 serbios e incendió 4.000 edificios, entre ellos 39 iglesias, ante la impotencia de 15.000 soldados de la Kfor (ahora hay 19.000 y en algunas de sus bases viven serbios refugiados desde entonces) y 3.000 policías de la ONU, demuestra que Kosovo no es un conflicto cerrado y que en junio, cuando se debe decidir el estatuto, puede volver a abrirse.

Una albanokosovar muestra el retrato de su hijo en una protesta por los desaparecidos.
Una albanokosovar muestra el retrato de su hijo en una protesta por los desaparecidos.ASSOCIATED PRESS

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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