Meapilas en acción
Si yo fuera la más acérrima defensora de la familia proverbial, del sexo convencional y de la postura del misionero; si yo perteneciera a la Liga No con mi Mamada, a la Asociación Sodomía Vade Retro y al Centro de Vírgenes Talludas Antiabortistas: ni siquiera entonces tendría derecho a afirmar, y mucho menos a pregonar, que los católicos son objeto de persecución ni en este país ni en el continente europeo. El buttiglionismo, tan generalizado en nuestros días (contra los homosexuales, contra las mujeres liberadas, la igualdad de derechos, las madres solteras), no debe, sin embargo, llamarnos injustamente a engaño. La gran mayoría de los católicos y de los cristianos no pertenece a esta corriente de pensamiento necio; no tiene nada que ver, al menos en Europa, con los meapilas que pretenden hablar por su boca. Algunos incluso han protestado. No lo suficiente, no lo bastante alto. Pero deberían. De lo contrario, puede ocurrir que acabemos cogiéndoles tirria a todos por culpa de una cúpula tarada y retrógrada.
¿Perseguidos ellos? ¿Perseguidos esos solteros con faldones y enaguas, sólo porque no soportan que escape de sus garras quien no se lo monta de obsoleto?
Acaso nosotros los laicos, los reajuntados, los solitarios, los sesentaynueveístas, los sodomitas y las gomorritas, los individuos que aspiramos a la libertad sexual y de culto sin escándalo ni coacción, ¿acaso irrumpimos en sus templos y les gritamos que nos sentimos amenazados por sus rezos, sus cánticos, sus sermones, sus casullas, clergymen o tocas, por el olor de sus cirios y de sus flores, sus ceños y su intransigencia? No, y no debemos. Cada cual a lo suyo, sin fastidiar. He aquí el gran hallazgo europeo, damas y caballeros. No "dar al césar lo que es del césar ni a Dios lo que es de Dios", ni tampoco "quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra", sino "vive y deja vivir" o, en líneas generales, que cada cual "haga de su capa un sayo". De su capa, no de la mía. De la mía, no de la vuestra. Así es como los derechos individuales, las responsabilidades individuales forman, entretejidos, la trama social necesaria para una convivencia con los mínimos desgarros.
Dejen de fastidiar, fanáticos; hagan el favor. O protesten, si quieren, pero inviertan su energía en oponerse a la pena de muerte, los enriquecimientos mafiosos, la explotación de menores, la deslocalización de empresas: causas no les van a faltar, incluso renunciando a sus queridas cruzadas sexuales. Me pone frenética ese afán (tan conocido, tan reconocible: tan antiguo) de controlar a la gente metiéndose en su privacidad, en su felicidad.
Con los años y esa especie de aguante que te da la vida, he aprendido bastante a tolerar lo que no me gusta pero que complace a quien lo practica y no resulta nocivo para el conjunto de la sociedad. El matrimonio como Dios manda y predica la curia, por ejemplo. Es decir, he llegado a un punto en que ya no me importa cómo se casaron mis amigos, si lo hicieron, si hubo o no cura, si sólo son compañeros de hecho, si bautizaron o no a sus hijos. Colosal logro: mis pre-juicios en relación con las creencias se han convertido en juicios derivados de los comportamientos, los hechos.
Bueno, pues estoy cambiando por culpa de esos beatones que se dedican a denigrar y obstaculizar las opciones sexuales, las liberaciones y las decisiones personales, desde la oscura sombra de la sacristía de su Vetusta. Es por ello que, cada vez que veo a una armoniosa familia heterosexual (pero: ¿podemos estar seguros?) formada por hombre, mujer, niño y niña (¿de verdad?), se me aparecen los fantasmas que suelen acompañar a tan simpática práctica de relación bendecida por el meapilismo. Se me aparecen los espectros de los Niños Ilegítimos, de las Madres Solteras, de los Hombres Tarambanas, de las Queridas Con Piso, de las Esposas Abnegadas, de las Adúlteras Humilladas, de los Maridos Infelices y hasta de las Solteronas Avinagradas. Tantos y tantos lémures como ha producido la Sagrada Tradición Matrimonial.
Y me entran sudores.
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