Cuarenta años de buen periodismo
En 1964 fundó 'Le Nouvel Observateur', la revista francesa que se ha convertido en referente europeo de cultura y periodismo. Su director, premio Príncipe de Asturias de Comunicación de este año, es un maestro del debate. Da gusto escucharle cómo profundiza en el vértigo de las noticias.
Jean Daniel, ochenta y cuatro años, francés nacido en Argelia, director de la publicación Le Nouvel Observateur, ha recibido el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación. Su vida ha sido, como dice él, la de un privilegiado observador de primera fila de un periodo de la historia que ha visto los totalitarismos, la derrota del nazismo, el hundimiento de los sistemas de tipo soviético, el triunfo del liberalismo, la emancipación de la mujer, grandes progresos científicos y tecnológicos, y la aparición del terrorismo islamista, cuando algunos cantaban el fin de la historia.
Para empezar, su profesión: el periodismo. Alguien ha dicho que es el oficio más bello del mundo. ¿Está de acuerdo?
Puede ser la mejor profesión del mundo, pero también puede ser la peor. Los periodistas tienen un poder injusto. Medio mundo no dispone de libertad de prensa. Pero los que la tienen, a menudo, la malgastan. Libertad quiere decir responsabilidad. El poder injusto que tienen los periodistas es la capacidad de entrometerse directa o indirectamente en la vida privada de las personas y de hacer y deshacer reputaciones. Es el poder de agredir a alguien en aquello que le es más querido. Y ésta es la peor cara de nuestro oficio. Cuando hay una gran tragedia o un gran acontecimiento positivo, cuando el periodista consigue ser el gran intermediario entre la ciencia y el lector, entre el creador y el lector, entre el acontecimiento y el lector, entonces, desde un punto de vista tanto intelectual como político y de civilización, el periodismo es un gran oficio. ¿Por qué? Porque es la única manera para aquellos que no hacen la historia de participar en ella. Están los hombres que hacen la historia, los que la sufren y los que se casan con ella; éstos, que están en medio, son los periodistas. Y es muy excitante. A los jóvenes periodistas siempre les digo que tendrán un terrible privilegio: vivir la historia al mismo tiempo que se hace.
¿A quién debe ser leal el periodista?
Un periodista es un hombre de carne y hueso como los demás. Por tanto, es subjetivo, tiene una familia, unas creencias, unos gustos, unos sueños, hay una ecuación personal que no se puede evitar. Lo importante es ser consciente de ello. Y a veces los periodistas no hacen el esfuerzo de conocerse a sí mismos. Por otra parte, están los principios, que pueden ser universales, pero que necesitan concreción. Yo siempre he sido partidario de los estatutos de Redacción, porque se dirigen a los periodistas y a los responsables del periódico, pero también a los lectores, que tienen derecho a decirnos: ustedes no han respetado sus compromisos. El periodismo tiene más que ver con lo verosímil que con la verdad.
Lo grave es que, a través del periodismo, lo verosímil puede convertirse en verdad social.
Usted conoce el reciente caso en Francia de una mujer que denunció un ataque racista que resultó que no había existido. Todos nos equivocamos, incluido el presidente de la República. Todos dimos por buena la versión de la mujer. ¿Por qué? Mi tesis es muy clara: fue la fatalidad de lo verosímil. En aquel momento, todos los datos que había sobre la mesa eran verosímiles. La fatalidad de lo verosímil sustituye a la verdad. Y cuando la verdad estalla, toda la profesión queda desacreditada. Y los ciudadanos pierden la confianza.
Usted nació en Argelia, volvió allí durante la guerra. ¿Qué significa Argelia para usted?
Argelia es el decorado de mi infancia. Pero es también, y sobre todo, el Mediterráneo. La dimensión mediterránea ha contado para mí más que todo lo demás. Soy mediterráneo por el interés, por el paisaje, por la memoria y por la cultura. Lucho para que haya una Europa latina que contrarreste la Europa del Norte. Argelia es un país que ha atravesado dos situaciones terribles: la guerra de Argelia propiamente dicha, que duró siete años y medio, y la guerra civil de los años noventa. Ahora, Argelia es un país apaciguado, donde el 65% de la gente tiene menos de 30 años; la mitad de ellos quieren venir a Francia y han encontrado vínculos muy cálidos con la juventud francesa. Hay franceses para los que Argelia es el exilio. Para mí, es la historia de un fracaso. Siento como algo personal el fracaso de la descolonización. Yo entré en política con el anticolonialismo. Y Argelia era un caso emblemático. Atravesada por la guerra civil, todo el mundo, mi familia también, estaba dividido. Yo rompí con uno de mis mayores amigos, Albert Camus. La historia de Argelia es el resumen, en un solo país, de todos los fracasos de la descolonización. Habíamos creído que estos países que tenían tradiciones antiguas, que habían sufrido y que eran todavía vírgenes, podrían aportar cosas nuevas a los gastados países occidentales. No fue así.
La guerra de Argelia sigue siendo una herida abierta en Francia.
Lo que puede permitir cicatrizar la herida es que, por fin, la guerra de Argelia está siendo analizada. Hasta ahora había sido imposible. A través de testimonios, reportajes, libros se está adquiriendo una conciencia que despierta el dolor, pero que al mismo tiempo cura.
En alguna biografía suya he leído que hizo una tesis sobre Ramón Llull.
No. Es un malentendido que se extendió a partir de una conferencia sobre Llull que hice precisamente en Barcelona. Yo estaba apasionado por Llull, pero no hice una tesis.
¿Y qué le interesa de Llull que sea relevante para el mundo actual?
Ramón Llull es uno de los que supieron entender que el diálogo no es una confrontación entre dos realidades para dirimir quién tiene razón y quién está equivocado. El diálogo es un intercambio del que sale una verdad nueva que no es ninguna de las dos que entraron en confrontación. Ramón Llull era un hombre de fe. Y fue capaz de ir hasta el límite; él no excluía que el diálogo pudiera alterar su fe y que la verdad fuera una construcción compartida. La lección política me parece fácil de deducir.
Usted participó en la resistencia contra el nazismo y formó parte de la División Leclerc, que liberó París. Como usted sabe, en España ha habido polémica por la presencia de la División Azul en la fiesta nacional. ¿Qué piensa de ello?
La entrada en París con la División Leclerc es uno de los días más bellos de mi vida. Ahora que soy mayor puedo decirle que en la vida de un hombre sólo se dan dos o tres momentos así. En mi compañía había tres españoles. La primera vez que perdí un amigo fue un joven español. La guerra de España para mucha gente no fue sólo una guerra: fue algo a la vez místico y literario, con un aura muy especial. Además, la madre de mi maestro, Albert Camus, era una sirvienta española. Y yo en mi casa tenía una gobernanta que me educó que se llamaba Esperanza. La guerra de España era un mito. Más tarde, con los testimonios de la filósofa Simone Weil, de Orwell y de otros, empezamos a saber cómo la gente del POUM fue masacrada por los bolcheviques, y empezamos a entender que las cosas eran más complejas de lo que creíamos. Después estuve en España y me di cuenta de que las familias de casi todas las personas con las que hablé habían estado divididas. Empecé a comprender por qué había tan poco interés en hablar de todo aquello.
Se ha confundido la amnistía política con la amnesia colectiva.
Probablemente sea así. Con mis amigos españoles comprendí que la Guerra Civil había sido un drama, como la de Argelia. Para responder a su pregunta sobre la presencia de un representante de la División Azul en la fiesta nacional le diré una cosa: creo que es el primer patinazo de Zapatero. En mi opinión, hasta ahora lo había bordado. No había dado un solo paso en falso. Su discurso en Naciones Unidas me pareció excelente. Pero esto ha sido un error. Aunque probablemente se olvidará pronto. La reconciliación no tiene necesidad de espectáculo. Sí a la reconciliación, pero ¿por qué un espectáculo militar?
En 1964, usted fundó 'Le Nouvel Observateur'. Cuarenta años es mucho para una publicación en los tiempos que corren.
Efectivamente, es mucho. Y a menudo hemos tenido que hacer concesiones para sobrevivir. Hemos tenido medios modernos, hemos buscado publicidad, y Claude Perdriel, que lo fundó conmigo, ha trabajado empresarialmente con mucha eficacia, respetando siempre la libertad de la Redacción.
¿Cuál era su objetivo cuando fundó la revista?
Tener una publicación muy cultural, con la idea de no ir más allá de los 50.000 ejemplares, porque por encima de esta cifra el concepto cambiaría. En los quince primeros años fue extremadamente intelectual. Después, con los cambios profundos de la sociedad, con la desaparición de las ideologías, el protagonismo de la televisión que influyó en la prensa escrita, hicimos correcciones para adaptarnos a la nueva situación. En el origen teníamos las firmas más prestigiosas de la cultura francesa y europea.
Juan Goytisolo ha dicho que 'Le Nouvel Observateur' "es un punto de referencia indispensable para juzgar las crisis de nuestras sociedades".
Es muy difícil esta tarea. Fíjese en el momento presente. Sobre la Constitución europea, sobre Turquía, sobre el matrimonio homosexual, sobre la adopción, hay un debate que es transversal. No hay una derecha y una izquierda que digan nosotros sabemos lo que hay que pensar en función de nuestra posición ideológica. Veo a la gente muy desconcertada. Sin argumentos claros, con mucha angustia. Y hay que hacer lo que Goytisolo dice: intentar encontrar los elementos para poder pensar. La distinción entre el bien y el mal es más fácil en algunos grandes temas, como, por ejemplo, el terrorismo, y el terrorismo islamista en particular, que es una cosa nueva, profunda, incomprensible para todo el mundo, incluso para los musulmanes.
Su maestro Albert Camus decía que el primer problema filosófico era el suicidio. ¿Usted cree que ahora pensaría que es el terrorismo suicida?
Sí, ciertamente. Camus denunció durante mucho tiempo lo que él llamaba el crimen de lógica. Es decir, el discurso que conducía a cualquier persona a ser un asesino inocente en nombre de la historia. Y había otro reproche que es que, en general, los que enviaban gente a morir, los que enviaban gente a matar, no mataban ellos mismos. Es algo superado. Ahora, los idealistas matan ellos mismos y además se matan a sí mismos, se suicidan. Es una de las cosas más desconcertantes de nuestro tiempo. Cuando alguien mata y se suicida, escapa al juicio de la historia. Se sitúa fuera de la humanidad. Es al mismo tiempo el asesino y el justiciero. Recientemente leí un código de los templarios: a los cruzados les decían lo que tenían que hacer, les prometían la salvación, pero no les pedían que se suicidaran. Es un fenómeno moderno que angustia a la gente y explica, en parte, la locura norteamericana. No saben cómo responder a esto.
Hay una ruptura en el mínimo común denominador de la humanidad: si no hay voluntad común de sobrevivir, ¿qué queda?, ¿qué relación puede haber entre ellos?
En España hay cierta familiaridad con la muerte, que en su manifestación más extrema llegó al Viva la muerte de los franquistas. Sé algo de ello, porque cuando estudié filosofía tuve un profesor que conocía muy bien a san Juan de la Cruz y a Unamuno. Y él me contaba que en el sentimiento trágico de la vida hay siempre un momento de retorno, de elogio de la vida, a partir del cual se pueden construir muchas cosas. Las explicaciones que se dan sobre la pobreza, el abandono, la injusticia que sufren estos jóvenes que se suicidan, no permiten entender su comportamiento. Se ha visto que en muchos casos son gente de buena familia, con estudios, pero que han sido persuadidos de que la vida sobre la tierra no tiene interés, sólo el sacrificio tiene sentido. Y esto en la medida en que se mantenga como argumento frente a los occidentales que tanto aman la vida, tanto que incluso se ha pretendido hacer la guerra con coste cero de vidas propias, puede ser la semilla de una diferencia de civilizaciones: el amor y el odio a la vida.
Usted era amigo de Camus. En la historia cultural francesa de posguerra juega un papel importante la ruptura entre Sartre y Camus. ¿Cómo la vivió usted?
Yo conocía a los dos, pero era amigo de Camus. Y estaba muy influido por él. En aquel momento, la audacia de Camus fue muy solitaria. Solitaria porque los intelectuales franceses de la época estaban muy impregnados de respeto por la Unión Soviética y por el comunismo, incluso cuando expresaban alguna reserva crítica. Y cuando se tuvo conocimiento del Gulag, muchos intelectuales siguieron estando muy influenciados por el comunismo y eludiendo el reconocimiento de lo que ocurría. Cuando Sartre y Camus se pelearon de una manera tan vigorosa y fuerte, fue una explosión. En aquel momento, Sartre era indiscutiblemente el Papa de la intelectualidad. Sartre era una persona muy generosa, un pequeño hombre de una simplicidad extraordinaria, que no tenía en absoluto el comportamiento del genio que era. Y tenía una autoridad filosófica de la que Camus no gozaba. Con el tiempo se ha visto que Camus tenía razón y se ha reconocido la enorme deuda que se tiene con él.
A propósito de Hiroshima, Sartre escribió: "Ya no hay especie humana. Después de la muerte de Dios, he aquí que se anuncia la muerte del hombre".
La muerte del hombre es un tema más de Foucault que de Sartre. Para Foucault, el hombre, el sujeto, estaba desapareciendo. Y no se puede olvidar que la filosofía de Sartre es una filosofía de la libertad. La muerte del hombre era la destrucción del sujeto porque en aquella época todas las ciencias eran programáticas: el psicoanálisis, el marxismo, el estructuralismo, la lingüística, condicionaban el orden de una manera que no dejaba espacio a la libertad. El hombre estaba determinado por el sexo, por la economía, por la lengua. Si es así, decía Foucault, ya no hay hombre. Y, en buena parte, tenía razón. Foucault hablaba de la muerte del hombre y al mismo tiempo luchaba por los prisioneros y la situación penitenciaria. Había una contradicción, que al final de su vida admitió.
¿Cómo superó su desencuentro con Albert Camus sobre la guerra de Argelia?
Camus y yo defendimos durante mucho tiempo que era necesario negociar. Camus hizo mucho para conseguir una tregua, para detener la sangría, para conseguir una paz, pero no fue posible. Un día, yo escribí que había que negociar con el FLN (el Frente de Liberación Nacional argelino). Y Camus dijo que no, que negociar con los rebeldes era entregar Argelia a una sola parte, que era necesario que participaran en el diálogo sectores diversos. Camus no era partidario de la independencia total. No hay ninguna razón, decía, para que los franceses de Argelia sean menos patriotas que los demás. Además, tenía un miedo secreto al islamismo. Secreto, aunque alguna vez lo dejó entender. Malraux decía: "Desconfiad del cesarismo musulmán". Camus venía dos veces por semana a mi despacho de L'Express; un día hablamos y me dijo: "No volveré más".
No ha sido muy bien entendida la famosa frase de Camus "entre la justicia y mi madre, yo escojo a mi madre".
Fue una frase menos metafísica de lo que se ha querido creer. No se trataba de una madre simbólica, sino de la madre real. Y él decía: "No creo en una justicia que conduzca a no ver a mi madre".
La segunda mitad del siglo XX en Francia ha sido dominada por dos grandes figuras políticas: De Gaulle y Mitterrand.
Y Mendes-France.
Sí, Mendes es su referente político, pero fracasó. Con el paso del tiempo, ¿cuál es su juicio sobre De Gaulle y Mitterrand?
Estamos ante un hombre legendario y un hombre secular. De Gaulle pensó siempre que jugaría un papel, que tenía una misión. Cuando estaba en el Liceo ya contaba en sus trabajos escolares lo que quería hacer con Francia y rehacía las batallas de Napoleón. De Gaulle era un iluminado: un iluminado que tuvo razón. La llamada a la resistencia del 18 de junio es un acto increíblemente irracional. No había razón para que este coronel que acababa de ser nombrado general de dos estrellas, en un medio en que era dejado de lado por todos -incluso los ingleses le despreciaban-, en Londres, con un pequeño equipo, durante tres años hablara con los ingleses como si fuera Stalin, y llegara a conseguir un puesto en el Consejo de Seguridad y a firmar el armisticio con los alemanes e incluso con los japoneses. Es una historia excepcional en la que todo es inverosímil. No es política. Por supuesto, está el De Gaulle político, el que ha tomado opciones acertadas y equivocadas.
Pero sin el 18 de junio no habría habido el De Gaulle político. Esa dimensión inverosímil fue definitiva.
Por eso es difícil hablar de él de una manera racional. Pero una vez pasado el periodo genial, ha sido un político muy importante para la reconciliación con Alemania, para el inicio de la construcción europea, para la Constitución, para Argelia, aunque se precipitó al final al dejarla en manos del FLN. En fin, su actitud en la crisis de Cuba y la guerra de Vietnam fue positiva. En la relación con la OTAN y con EE UU estableció una política que ahora reencontramos con Irak, que ha sido audaz, peligrosa, pero finalmente justificada.
¿Y Mitterrand?
Fue un gran político. Y un verdadero hombre de Estado. De Gaulle decía: "Francia soy yo". Mitterrand decía: "Yo soy el ejemplo de los franceses". No hablaba de Francia, sino de los franceses. Mitterrand tenía todas las cualidades y todos los defectos de los franceses. Su historia es una historia plenamente francesa. A esta representatividad hay que añadir su sentido del Estado, que era enorme, muy exigente, muy protector, muy orgulloso y que suscitaba la aparición de cortesanos. De Gaulle tenía cortesanos que se inclinaban ante el genio. Mitterrand creaba sus cortesanos. Desde el punto de vista de la política francesa, estos dos hombres se detestaban, pero eran complementarios. La diferencia entre De Gaulle y Mitterrand es que Mitterrand siempre pensó que podía ser objeto de contestación sobre su vida privada, mientras que De Gaulle estaba por encima de esas veleidades.
Mitterrand empezó con un Gobierno muy ideológico de izquierdas y acabó en plena desideologización.
Como usted sabe, yo he estado muy próximo a Mitterrand. Y le reproché dos cosas. Los franceses no tuvieron su Bad Godesberg [localidad alemana donde el partido socialdemócrata alemán escenificó su giro hacia una nueva izquierda], hasta el punto de que en España prefirieron a Santiago Carrillo frente a Felipe González. Y Felipe se acuerda muy bien. Yo le reprocho a Mitterrand no haber teorizado, en 1981, el paso del socialismo a la socialdemocracia. Con lo cual, después la gente o pensaba que era un traidor o no entendía lo que estaba haciendo. La conciliación de la socialdemocracia con el mercado no ha sido nunca teorizada por Mitterrand, y fue un error. El segundo reproche viene por la inmigración. Yo creo que uno no debe convertirse en francés automáticamente. Ha de saber la lengua, asumir la Constitución, jurar sobre la bandera, hacer los ritos necesarios para decir que estamos orgullosos de acogerle y usted está orgulloso de ser francés. Se lo dije a Mitterrand y no me hizo caso. La integración hay que hacerla efectiva; si no, los ciudadanos son extranjeros en su propio país. Hay muchos así.
¿Por qué Mendes-France es su referente político?
Era un hombre que inspiraba una gran confianza. Cuando hablabas con él tenías la certeza de que haría lo que decía. Un hombre de izquierdas, un socialdemócrata convencido de que el ciudadano tenía más obligaciones que derechos y que, por encima de todo, estaba la responsabilidad. Él fue quien empezó la descolonización, en Cartago, en Túnez. Era la primera vez que se descolonizaba, y no fue De Gaulle, fue Mendes-France. Su error fue la obstinación de no querer tratar nunca con el general De Gaulle. Y por esto fracasó.
Este periodo ha sido atravesado por el proceso de construcción europea. ¿Qué balance hace usted de la Unión Europea?
Hay dos temas: el acontecimiento en sí y la evolución. Yo considero que, desde que el hombre es hombre, es la primera vez que diferentes pueblos deciden libremente, democráticamente, sin una guerra de secesión, sin una guerra civil, juntarse y hacer cosas juntos. Es un acontecimiento que reconcilia con la humanidad, después de todo lo vivido en el siglo XX.
¿Se puede considerar que en el origen de Europa está la terrible experiencia de Auschwitz, la voluntad de no volverse a matar entre europeos?
No en el origen. Ha ayudado, por supuesto. Pero entonces Auschwitz no tenía aún el valor simbólico que tiene hoy.
En Europa hay un gran debate por dos cuestiones: la Constitución y Turquía.
Le decía antes que está el acontecimiento y está la evolución. Después de la caída del muro, la ampliación era inevitable, era un deber para con los países del Este. Pero crea serios problemas de gobernabilidad. El riesgo es que la Unión deje de ser una comunidad política eficaz y homogénea y se convierta simplemente en una zona de libre cambio. La Constitución que se nos propone es insuficiente. Pero rechazarla simbólicamente, no jurídicamente, tendría consecuencias muy graves. Aumentaría el euroescepticismo y sería visto por los ciudadanos como un fracaso.
¿Y Turquía?
Turquía es más Asia que Europa. Esta nación tiene grandes problemas: el islamismo, los kurdos y, por supuesto, la condición de la mujer. Pero hay que tener en cuenta algo muy importante: Turquía quiere venir, quiere estar con nosotros. Esto significa que tienen buena opinión de nosotros. ¿Cuál es el problema? Que esta gente puede que quieran tener un régimen democrático, pero son musulmanes. Y el islam es una religión muy respetable, pero con una relación difícil con los valores democráticos. Si no aceptamos a Turquía, estamos negándoles la posibilidad de que sean como nosotros; si les aceptamos, van a extender el islamismo entre nosotros, con riesgos indudables, y va a ser muy difícil igualar unas sociedades con niveles de vida enormemente desiguales. Un rechazo podría convertir a Turquía en un país hostil, y eso sería muy peligroso. Hay que avanzar por etapas. Y otorgarle un estatuto privilegiado de relación con la UE, como antesala a una integración posterior.
Usted fue como enviado especial a Estados Unidos cuando trabajaba en 'L'Express'. ¿Cree que EE UU es hoy un problema para la pacificación del mundo?
Es un problema grave en la medida en que el mundo, durante cierto tiempo aún, dependerá de cómo se dirijan las cosas desde Washington. Esta superpotencia, por razones ideológicas y religiosas, se comporta a partir del convencimiento de que ella representa la democracia y el bien, que aunque los europeos y los árabes no lo entiendan, o se está incondicionalmente con ella o se está en contra. Esta lógica es terrible, porque exige la dependencia ciega. EE UU gestionó la guerra fría con un amplio consenso occidental. Durante este tiempo han sido útiles a la humanidad, como lo fueron en la lucha contra el nazismo. En la campaña entre Bush y Kerry se ve muy claro que hay una persona, Bush, que se siente de acuerdo consigo mismo, que dice que no permitirá a nadie -y menos a Francia- que les dicte lo que tienen que hacer. Pero los tres debates han demostrado que hay otra América, que Kerry no se siente en ruptura con Europa, porque en el primero de ellos dijo cosas que Chirac, Schroeder y Zapatero han dicho: que la intervención de Irak no estaba justificada y que en vez de servir para erradicar el terrorismo, había contribuido a que se multiplicara. La importancia de una victoria de Kerry es muy grande. El problema será hasta qué punto podrá cambiar de posición sin el concurso de otras naciones. Hay gente que puede quedar en situación muy incómoda si Kerry gana: por ejemplo, los franceses, los alemanes y los españoles. Si Kerry es elegido, les dirá: no me dejen solo, yo ya he ganado, ahora vengan conmigo. Algunos desean que Bush gane para no tener que ir a Irak.
Se vuelve a hablar de antisemitismo en Francia.
Hay algunos actos de antisemitismo en algunos barrios, en algunas escuelas. Pero Francia no es antisemita. La mujer más prestigiosa de Francia es Simone Weil, la única mujer que podría llegar a presidenta de la República. Los principales aspirantes a suceder a Chirac son judíos. Los dos hombres más respetados en Francia son Bernard Kouchner y Robert Badinter. Un joven judío no encuentra ninguna dificultad para obtener un empleo, mientras que un joven árabe encuentra todo tipo de obstáculos. Es injusto hablar de una Francia antisemita. En algunos zonas, como Alsacia, junto al antisemitismo está apareciendo algo nuevo: reacciones anticristianas de grupos de inspiración nazi. Es peligroso. Pero mientras dure el conflicto palestino-israelí habrá actitudes antisemitas.
Y no hay ningún síntoma de que este conflicto se acabe.
No se puede avanzar en este momento sin una intervención extranjera. No hay ninguna razón actualmente para que israelíes y palestinos se entiendan. Es un crimen no intervenir.
Al principio del siglo XXI, las ideologías que más pesan son el nacionalismo y la religión convertida en ideología política. ¿Es un retorno al pasado anterior a la modernidad?
Cuando las ideologías funcionan como una religión no podemos sorprendernos de que a continuación las religiones funcionen como una ideología. Es lo que ha ocurrido: ha habido una religión estalinista.
"No hay otro futuro que el universalismo", ha escrito usted. El cosmopolitismo, el internacionalismo, el ecumenismo, son categorías de la cultura europea. ¿Hay que recuperarlas?
El problema del siglo XXI es conciliar los valores universales con la diversidad de culturas. Para esto no hay otro método que el que los europeos han empleado. El peligro, en este momento, es que los anticolonialistas como yo hemos magnificado la diferencia. La glorificación de la diferencia ha conducido al comunitarismo en plural, al regionalismo agresivo, a las afirmaciones de clan. Yo soy un militante de lo universal.
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