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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Horror y supervivencia

Alba publicó recientemente Crónica del gueto de Varsovia, de Emanuel Ringelblum, y Anotaciones de Jakob Littner desde un agujero bajo tierra, de Wolfgang Koeppen. Estos dos nuevos títulos que reseñamos complementan a los anteriores, y el conjunto aporta una perspectiva esencial de los peores escenarios del Holocausto judío en Polonia: el horror en el gueto de Varsovia y el campo de exterminio de Auschwitz.

El libro de Michal Grynberg causó conmoción cuando en 1982 apareció en Polonia. El reconocido investigador del Instituto de Historia Judía de Varsovia seleccionó testimonios de 26 personas que dejaron constancia escrita de los sucesos del gueto en memorias, diarios o crónicas de diversa extensión y que ellos mismos o sus allegados depositaron después de la II Guerra Mundial en el instituto. Profesionales liberales, comerciantes, madres de familia y hasta una niña de 11 años, sobrevivientes y desaparecidos, son los valerosos protagonistas que en medio de la tragedia que les tocó sufrir hallaron la suficiente presencia de ánimo como para reflejarla. Son textos bien escritos; algunos muy literarios, otros, de gran sobriedad; pero todos nacidos de un desesperado anhelo de permanencia y justicia futura.

VOCES DEL GUETO DE VARSOVIA

Michal Grynberg (editor)

Traducción de Katarzyna Olszewska Sonnenberg

y Sergio Trigán

Alba. Barcelona, 2004

452 páginas. 24 euros

NUESTRO HOGAR ES AUSCHWITZ

Tadeusz Borowski. Traducción de Katarzyna Olszewska Sonnenberg y Sergio Trigán

Alba. Barcelona, 2004

220 páginas. 14,50 euros

Los testimonios están ordenados cronológicamente para que el lector pueda seguir la historia del gueto bajo distintas perspectivas, desde su creación, en 1940, hasta su destrucción total tras el levantamiento armado de sus últimos habitantes, en mayo de 1943. Así, diversas voces aportan su visión de la vida cotidiana entre sus muros y, con ello, de decenas de tragedias habituales que acontecían en aquel puñado de manzanas en las que se confinó a más de 500.000 judíos en pleno corazón de Varsovia. Pero los textos más sobrecogedores son los que recuerdan la terrible angustia provocada por las "selecciones" aleatorias mediante las que se destinaba a miles de personas -ancianos y niños pequeños preferentemente- a los campos de exterminio; o las despiadadas cacerías de judíos escondidos, que terminaban con la liquidación inmediata de las piezas cobradas.

El conjunto es sobrecogedor;

las escenas descritas, imborrables. Los testigos hacen gala de una admirable lucidez terminal; algunos se sobreponen a su desdicha y tratan de ir un poco más allá de la vivencia inmediata, pero nadie supera la perplejidad esencial de tanto absurdo: "Construcción de muros... mudanzas, deportaciones. Así era el siglo XX. Personas normales, inocentes, libres, rodeadas de muros, convertidas en prisioneros, pisoteadas, robadas, asesinadas, esclavizadas, deportadas al exterminio. ¡Bravo, así se comporta la civilizada y culta Alemania!". Algunos constataban con asombro la frialdad mecanizada -hoy tópica, pero entonces tan novedosa- con que los nazis asesinaban a quienes para ellos eran simples "Ungeziefer", "sabandijas". Los rostros de los criminales no reflejaban ni odio ni rabia -"el odio habría puesto en evidencia la existencia de sentimientos humanos en estas personas"-, sino sólo indiferencia hacia el dolor de las víctimas; tal es la característica principal de los grandes asesinos, el signo de su extrema inhumanidad.

Los relatos del polaco Tadeusz Borowski (1922-1951) son clásicos dentro de la literatura sobre el Holocausto. La selección que presenta este tándem de excelentes traductores es representativa y muestra holgadamente el talento literario de este malogrado escritor.

Una extraña niñez en Ucrania, marcada por las deportaciones del padre, una juventud en la Varsovia ocupada, el encarcelamiento en la prisión de Pawiak y, finalmente, la deportación a Auschwitz terminaron con el idealismo de un muchacho que sólo había soñado con un futuro de poeta bohemio. En cambio, tuvo que aprender a sobrevivir en Auschwitz: allí se le impuso una realidad negra, dominada por el hecho evidente de la injusticia universal. "Mira en qué mundo tan original vivimos: ¡qué pocos hombres quedan en Europa que no hayan matado a otros! ¡Y qué pocos hombres quedan a los que otros no quieran matar!". Semejante realidad no aniquiló su necesidad innata de expresarse mediante la palabra pero sí influyó en la elección de sus temas: en lugar de poemas de amor tuvo que describir las miserias de esa comunidad variopinta que formaban los confinados en el campo de exterminio, un coto privado en el que únicamente reinaban la brutalidad y el ansia egoísta por sobrevivir.

Todos los relatos de Borows

ki, confinado en el campo de exterminio como preso político y no como judío, se basan en recuerdos reales, y son sobrecogedores: realistas, crudos, irónicos, corrosivos; pero ninguno tan espeluznante como el titulado Pasen al gas, señoras y señores. En él, Borowski describe las llegadas de vagones de ganado rebosantes de seres humanos; cómo hombres, mujeres y niños eran literalmente descargados a latigazos y luego invitados cínicamente a ducharse y desinfectarse en masa, cuando en realidad les aguardaba la muerte con Cyklon B, "un gas que es tan eficaz con los piojos como con los seres humanos". Se trata, sin duda, de una de las narraciones más macabras jamás escrita. Sólo por este relato merece la pena el volumen entero.

Maduro a golpes, deshecho

por dentro, tras la guerra Borowski publicó varios libros de relatos e hizo propaganda para el Partido Comunista Polaco; pero pronto le hastiaron las mentiras y las iniquidades de otro régimen totalitario casi tan perverso como el de Hitler. En Auschwitz había dejado el último resto de la energía y la ingenuidad básicas que mantienen vivas a las personas, así que la existencia cotidiana se le hizo insoportable; es posible que hasta se sintiera culpable por no haber muerto gaseado como los judíos; sea como fuere, con apenas treinta años, remedió sus problemas asfixiándose con el gas de la cocina de su casa.

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