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El plusmarquista del poder

Se ajusta mal a la iconografía del castrismo la imagen del propio Fidel Castro herido en una caída accidental. Sobrevivir a guerrillas, intentos de asesinato y huracanes, para tropezar, la semana pasada, en una tribuna de Santa Clara es pasar de la leyenda revolucionaria a estadísticas sobre accidentes locomotores en la tercera edad. Pero sería injusto que la devaluación brutal de su actuación ensombreciera la hazaña del comandante, quien se convierte hoy en plusmarquista del poder. De todos los jefes de gobierno nombrados en el siglo XX, es el que más tiempo se ha mantenido en su cargo.

Ya se puede adivinar que Corea del Norte no va a celebrar sus méritos. Después de la muerte de Kim-Il-Sung, que estableció la mejor marca con 45 años y 302 días, se tomó en Pyongyang la decisión de convertirle en el "líder eterno" de su país. Semejante desprecio de la vida biológica no podría pretender engañar a nadie. A pesar de la escayola que inmoviliza su pierna izquierda, Fidel Castro sigue "entero" como lo explicó él mismo antes de ser conducido al quirófano. Hoy, cuando caiga el sol en el mar del Caribe, al final del día del 29 de octubre de 2004 habrá mandado en Cuba durante 45 años y 303 días.

No hay competencia a ese nivel de resistencia, más bien una ineludible pregunta: ¿qué posee el castrismo, que no tiene ningún otro régimen político, para permitir tanta duración? La respuesta es propia de la práctica del "fidelismo", tal como lo establecieron dos investigadores, Edward González y Kevin McCarthy, al definir este año, en el estudio de la Rand Corporation sobre el futuro de Cuba, las herencias políticas de Castro: caudillismo y totalitarismo. Es la combinación de estos dos ingredientes, en un poder personal, lo que estableció en Cuba un sistema incomparable con otro.

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El caudillo libertador que agrupa en su persona las posiciones más altas de los poderes civil y militar es una figura clásica de la historia en América Latina. En el caso cubano, aquella figura se combinó con un totalitarismo propio del socialismo, añadiendo la incorporación, dentro del Estado, de la economía y de todas las instituciones de la sociedad civil. Muchos historiadores ubican en la "ofensiva revolucionaria" de 1968 el momento en que culminó la formación del régimen castrista como máquina de un poder sin límite. Al nacionalizar 55.000 pequeñas empresas y decidir que no se podía vender una fruta o lustrar un zapato sin que el Estado tomara cartas decisivas en el asunto, Fidel Castro se impuso entonces como una figura inaudita: un caudillo totalitario.

Dentro del campo socialista mostró además una determinación absoluta con la intención de impedir cualquier fisura en el control de la vida pública. Sólo líderes blandos de Europa del Este permitieron la supervivencia de comentarios políticos privados, como los samizdats en la Unión Soviética, de sindicatos independientes, como Solidaridad en Polonia, o de grupos disidentes actuando a favor de la democracia, como "Carta 77" en Checoslovaquia. Cuba mantuvo un régimen de mano dura bajo un líder que asumió y asume todavía todos los poderes, pues en la isla sigue siendo jefe del Estado, del Gobierno, comandante en jefe del Ejército y primer secretario del partido único.

Su capacidad para sobrevivir en esas funciones después del desplome del campo socialista se entiende mejor al mirar con otra perspectiva su trayectoria de corredor de fondo del poder. Tanto en África como en el Caribe, Fidel Castro es también el único dirigente blanco que gobierna desde varias décadas a una población de mayoría negra o mulata. Cuarenta años después de la gran ola de la descolonización aflora en su historia personal el hijo de un gallego que se fue al otro lado del Atlántico en la época colonial para combatir y ganarse la vida. El padre consiguió la finca; el hijo la extendió a toda la isla y manda del mismo modo. De tal palo, tal astilla. El caudillo de la finca tiene como heredero el rey de la isla.

En la carta que escribió a sus "queridos compatriotas" con el propósito de relatar los pormenores de su caída es revelador leer fórmulas que son de un soberano hablando de sí mismo en tercera persona: "Nos pusimos a trabajar...", "llamamos a nuestra oficina...". Hace de los ocho pedacitos de su rótula rota un verdadero asunto de Estado contando con lujo de detalles el diagnóstico y la toma de decisión sobre su tratamiento: "Los especialistas y el paciente analizaron y coordinaron perfectamente bien lo que debía hacerse en las circunstancias concretas que está viviendo el país...".

En esa visión continua que pasa del estado físico de un hombre en el otoño de su vida al país arruinado por su liderazgo se nota la inercia del tiempo y del poder. Ha sido tanto tiempo con tanto poder que el caudillo totalitario ha cobrado la pátina inalcanzable y agotada de los monarcas perdidos en el laberinto de su propio reino. Ya es el cuarto jefe de Estado más veterano del mundo. Sólo tres monarcas entraron antes que él en la vida institucional: la reina Isabel II de Inglaterra, el príncipe Rainiero III de Mónaco y el rey Bhumibol, Rama nueve de Tailandia.

Pero como Fidel Castro es también jefe del Ejecutivo en Cuba, no vale esa referencia a tres personas que no dañaron nunca a su país. Más bien hay que pensar en el interminable reinado de Luis XV en la Francia en quiebra de una monarquía que no sabía cómo seguir siendo absoluta. Al mezclar ese modelo político del siglo XVIII con los del caudillismo latinoamericano del siglo XIX y con el del liderazgo socialista del siglo XX, Fidel ha conformado el ser político anacrónico sobreviviente en los principios del siglo XXI vestido con el uniforme de comandante en jefe de la revolución cubana.

Claro que esa hibridación histórica tan extraña impide todavía a los cubanos tener una ubicación clara en el tiempo y el espacio. Obedecen a un rey exiliado en el sueño de una revolución socialista que pretende defender la independencia de la isla, pero tiene como primer ingreso la ayuda del exilio. En esa confusión, la historia ofrece una sola certidumbre: la última elección democrática de un líder en Cuba con, a la vez, libertad de candidatura y expresión libre en la campaña electoral tuvo lugar el 1 de junio del 1948. Son ya más de 56 años, lo que hace del pueblo cubano el plusmarquista del silencio político en las Américas.

Jean-François Fogel es periodista.

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