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Reportaje:

Diego, Dieguito, 'El Diego'

Tres nombres para un solo hombre. Diego Armando Maradona es Diego en el registro, Dieguito para toda Argentina y 'El Diego' en el título de su autobiografía. El escritor británico Martin Amis recrea la gloria y la decadencia del ídolo a través de sus propias confesiones.

Existe una espantosa fotografía de Diego Armando Maradona en 2000, el año en que sufrió su primer infarto. Lleva una gorra de béisbol del revés que deja al descubierto un mechón de pelo teñido del color de la caca de un bebé, gafas oscuras, camiseta sin mangas al estilo baterista (dejando totalmente al descubierto el tatuaje del Che Guevara que lleva en el hombro derecho) y una actitud de provocador desdén. Después llegas hasta el enorme enclave de la tripa.

Resultaría complicado exagerar la omnipresencia del diminutivo en el español latinoamericano, que tiene su origen en la extrema reverencia e indulgencia conferida a los jóvenes. Siempre topas con hombres hechos y derechos con nombres de guardería: fornidos Sergitos, corpulentos Huguitos (y yo soy amigo de un chico de 16 años llamado sencillamente Ito). Pero hoy te resultaría difícil llamar a Maradona "Dieguito". El personaje, visto a menudo en televisión, tambaleándose por algún aeropuerto o apretujado en un carro de golf, ha vuelto a su color de pelo original y viste con más sobriedad. Sin embargo, su tamaño es prodigioso y difícil de ignorar. Es evidente que le tortura. Todavía se puede atisbar a Dieguito emparedado en su nuevo caparazón, triste, sufriendo, pero sin oponer resistencia. Dentro de todo hombre gordo, dicen, hay uno delgado tratando de escapar. Según parece, en el caso de Maradona hay un hombre incluso más gordo tratando de entrar.

La autobiografía de Maradona, El Diego, estaba a punto de publicarse, y se decía por allí que concedería una entrevista en Buenos Aires (yo me encontraba en el país vecino: Uruguay). De repente se esfumó a Cuba, su segundo hogar (o sanatorio) desde 2002, y le seguí alegremente. Es cierto que Maradona ya había sufrido un infarto provocado por las drogas en abril, pero se dijo que este viaje en concreto era rutinario, una cura de desintoxicación. Su agente, un joven con la misma forma que Dieguito llamado Gonzalo, me recibió en su hotel, y parecíamos progresar con cautela. Recibí una respuesta al día siguiente, en las noticias. Los médicos (los mismos que los de Fidel) del Centro de Salud Mental fueron categóricos: el paciente estaba conectado como un astronauta y no podía ver a nadie. Maradona se retiró en 1997. En 2001 jugó (bastante rechoncho, lo reconozco) en un partido televisado. Ahora, en 2004, necesita permiso para ver un partido de fútbol en televisión. Tiene 43 años. ¿Dónde está aquel Dieguito?

En Suramérica a veces se dice, o se supone, que la clave para entender el carácter de los argentinos puede hallarse en su análisis de los dos goles de Maradona en los mundiales de 1986. Para el primer gol, bautizado por el jugador como "la mano de Dios", Maradona levitó espectacularmente en busca de un pase elevado y mandó la pelota al fondo de la red con la mano izquierda, hábilmente disimulada. Pero el segundo gol, que llegó minutos más tarde, fue el que Bobby Robson denominó el "maldito milagro": recogiendo un pase desde su propia área de penalti, Maradona, a modo de expiación, agachó la cabeza y pareció abrirse paso entre el equipo inglés al completo antes de mandar a Shilton al césped con una finta y colar la pelota en la portería. Pues bien, en Argentina, el gol que más gusta es el primero, no el segundo.

Para el macho argentino (es así como circula esa generalizada calumnia), el juego sucio es incomparablemente más satisfactorio que el limpio. "Ocurre lo mismo con el Gobierno y los negocios. No es que toleren la corrupción, es que la adoran". Es una tendencia que se amplía al terreno sexual, con un alto valor añadido para la sodomía heterosexual en los círculos del macho, algo advertido por V. S. Naipaul en sus viajes y, sorprendentemente (esto ocurrió en los años veinte), por Jorge Luis Borges, que lo consideraba la esencia del culto del "sacar provecho". En el personal léxico de Maradona se utiliza la misma palabra para marcar un gol y para fornicar. (El término es "vacunar": extraña elección, teniendo en cuenta que a Diego le clavaban a menudo una aguja de quince centímetros con calmantes antes de los partidos, penetrando en la rótula o en un dedo que supuraba). Según esa lógica, el segundo gol contra Inglaterra fue una lánguida epifanía erótica; el primero fue un coito de pie en un callejón, y los dos tuvieron su gracia. En términos generales, en esta cultura, seguir siempre las normas es una humillación, una vileza.

Para cuando llegamos al partido contra Inglaterra en El Diego, el lector ya ha sido totalmente seducido por la historia y por la turbulenta ingenuidad con que la relata Maradona. Para empezar, las pasiones implicadas no fueron meramente lúdicas: "En la entrevista previa al partido, todos dijimos que no debía confundirse fútbol con política, pero era falso. Sólo pensábamos en eso. ¡Joder, no era un partido más! Tampoco eran las Malvinas: era la revancha de un pueblo subyugado y empobrecido". Así que, habiéndose regocijado a placer en el segundo gol -"quería colgar toda la secuencia en fotogramas, revelados a tamaño gigante, sobre la cabecera de mi cama"-, Maradona centra su atención en el primero: "El otro gol también me causó mucho placer. A veces creo que casi lo disfruté más…". Y, por el momento, el lector sólo puede asentir ante la contenida cortesía de su conclusión: "Ambos tuvieron su encanto". Dicho de otro modo: en el amor y en la guerra, todo vale. Y por algún motivo, el fútbol es así, y ésas son las energías a las que apela: la energía del amor y de la guerra.

La suya fue una infancia sin aislamiento, en todos los sentidos. Si la sociedad tenía sus plagas, nada se interponía entre ellas y Dieguito. "Todo el mundo habla de un modelo. ¡Modelos, qué chorrada! En Argentina no tenemos un solo modelo viviente, así que dejad de tocarme los huevos con eso". El hermoso juego supuso para el chico una escapada de los barrios bajos, pero estaba lejos de ser un dechado de integridad. El fútbol era tan corrupto y voraz como todo lo demás. Aquí (se sabía perfectamente) se jugaba una liga en la que los jugadores tenían que sobornar al entrenador para entrar en la alineación del equipo. Por ejemplo, Patrick Viera tenía que soltar una propina a Arsene Wenger o languidecer en el banquillo.

El barrio de Maradona en Buenos Aires era Villa Fiorita, una jungla infecta en la década de los sesenta (y en la actualidad, una Ciudad Sadam del delito armado). "Mis padres eran unos trabajadores humildes", escribe, pero el tópico es poco adecuado. Los 10 Maradona ocupaban un cobertizo de tres habitaciones en el que la única agua corriente era el torrente que caía por el tejado -"te mojabas más dentro que fuera"-. La obsesión por el fútbol parece claramente innata. No existen recuerdos anteriores, y ningún otro interés es comparable a él. Cuando el pequeño Diego salía a hacer un recado, lo hacía jugando a malabarismos con una naranja; cuando tenía tres años, un primo le regaló su primer balón de cuero -"dormí abrazado a él"-, y cuando se presentó a su primera prueba, a los nueve años, estaba tan adelantado que el entrenador llegó a sospechar que era enano. Llegó a Primera División con 15 años, y con los primeros sueldos se compró otro par de pantalones nuevos, para complementar los de pana de color turquesa con los enormes dobladillos.

Posteriormente, su ascenso estuvo perfectamente diseñado para apartarle de la realidad, y la realidad, por aquel entonces, incluía la guerra sucia, el terrorismo y los 30.000 desaparecidos. "A la edad en que muchos niños oyen historias", decía un titular, "él oye ovaciones". Tres meses después de su debú estaba entrenando con el equipo nacional, junto a Daniel Passarella y Mario Kempes. A los 18 años, tras una victoria contra el Cosmos, de EE UU, intercambió camisetas con Franz Beckenbauer. A los 19 marcó su gol número 100. Ya era el rostro de Coca-Cola, Puma y Agfa.

Marginales y relativamente pobres, las ligas suramericanas sirven de campo de entrenamiento y reclutamiento para los clubes europeos, y, en 1982, Maradona se trasladó a Barcelona por ocho millones de dólares. Cuando se fue al Nápoles, dos años más tarde, ganaba siete millones al año, más tres de la televisión italiana (también recibía cinco millones de dólares de Hitachi). Una encuesta de International Management Group le nombró "la persona más famosa del mundo", y se le ofrecieron 100 millones de dólares por sus "derechos de imagen". La rechazó por motivos patrióticos (IMG pretendía que obtuviera la doble nacionalidad). El año 1986 le brindó su apoteosis nacionalista: capitaneó a Argentina en la Copa del Mundo, y la ganaron. Tenía 26 años.

El Diego es una historia transparente, y sigues apreciando es sus resquicios un sorprendente caos interior, defectos agudos y crónicos de carácter y juicio y, por encima de todo, un conocimiento de sí mismo que brilla por su ausencia. Cuando Maradona tenía 14 años cayó bajo el dominio de su primer representante, un viejo mentor con el desalentador nombre de Jorge Cyterszpiler. Lo ves venir cuando, al principio, Maradona se jacta de que "todo estaba cimentado en la amistad, no se firmó ni un solo papel". Por supuesto, cuando llegó a Nápoles 10 años más tarde reveló con perplejidad que "Cyterszpiler había tenido tan mala suerte con las cuentas que me había quedado a cero". O menos que cero. La mala suerte de Cyterszpiler con los números, sus inversiones en salas de bingo paraguayas y demás, acabaron de devorar la suma que Maradona recibió por su traspaso, junto con su casa de 10 habitaciones en Barcelona. "Lo hecho, hecho está", dice Diego con resignación, insistiendo en que todas las inversiones (cada una de las salas de bingo) fueron el resultado de sus propias decisiones. Mucho más tarde, cuando Maradona decide ponerse en forma, contrata a un entrenador: Ben Johnson. "¡Sí, Ben Johnson! El hombre más rápido de la Tierra digan lo que digan".

Ocurre lo mismo con la Camorra, la mafia napolitana. "Me ofrecieron cosas, pero nunca quise aceptarlas, por el viejo dicho de que primero dan, pero luego piden… Cada vez que iba a uno de aquellos clubes me regalaban Rolex de oro, coches". No "quería" aceptarlos, pero lo hizo. Es igual que con las faltas y los árbitros. Cuando Maradona emite un juicio, te parece estar ante una de sus "laberínticas carreras": "Aquel bastardo de Luigi Agnolin, el árbitro italiano, me anuló un gol por error. No le di una patada a Bossio, es imposible. Le di un golpe porque salté por encima de él. No fue algo intencionado… Aquel Agnolin era un cabrón. Intentamos presionarle desde el principio, pero el italiano no era fácil de intimidar… ¡Llegó a amedrentar a Francescoli! Incluso le dio un codazo a Giusti. Me caía bien Agnolin …".

La vena anárquica de Maradona también se revela en su desdén o, mejor dicho, su disgusto por la ley. En las ocasiones en que llama la atención de la policía, apenas es capaz de explicar el motivo. "¡Me detuvieron!", dice, y describe brevemente la consiguiente "farsa"; mientras tanto, con cortés disimulo, se cuela una nota al pie que divulga la acusación (posesión de cocaína). Más tarde, de vuelta en Argentina, después de ser asediado incesantemente, "reaccioné… Reaccioné como lo hubiera hecho cualquiera. Fue el episodio del rifle de aire comprimido, sí, eso es". Y de nuevo, la nota al pie, evasiva, añade que fue el "caso" en el que Maradona disparó un rifle de aire comprimido a un grupo de periodistas, sin mencionar que alcanzó a cuatro de ellos y que fue sentenciado a tres años de suspensión.

También aparecen frecuentes des-tellos de lo que podría denominarse excepcionalismo o megalomanía de bajo nivel. Maradona, habitualmente, se refiere a sí mismo en tercera persona, no sólo como Maradona -"le hicimos más grande que Maradona", "es lo más importante que puede tener Maradona" y, curiosamente, "el tráfico de drogas es demasiado grande para que Maradona acabe con él"-, sino también como El Diego: "Porque yo soy El Diego. Yo también me llamo así: El Diego", "A ver si lo entendemos de una vez por todas: yo soy El Diego", "Soy el mismo de siempre. Soy yo, Maradona. Soy El Diego". Después de un rato no suena tanto a engrandecimiento, sino a autohipnosis.

Passarella era "un buen capitán, sí", admite El Diego, pero "el gran capitán, el verdadero gran capitán, fui y siempre seré yo". Esta enunciación encuentra un eco más tarde, en 1996, cuando Maradona lanza una campaña nacional, Sol sin drogas, diciendo: "Siempre he sido, soy, y siempre seré un drogadicto". El mantra del ex adicto, normalmente una falsa muestra de meritoria continencia, en este caso parece más una declaración de una verdad irreducible. Maradona lleva 20 años consumiendo drogas, lo que tuvo como resultado un destierro de 15 meses (en Italia), la expulsión de la Copa del Mundo de 1994 -"me dieron [sic] efedrina, y es ilegal, o debería serlo"- y un escándalo que acabaría con su carrera en su canto del cisne en el Boca Juniors, en 1997. Al fin y al cabo, el hábito ya no puede considerarse recreativo. Se trata de un hombre que esnifa hasta sufrir una parada cardiaca. Parece que sólo una fatídica corrupción puede recrear la intensidad (los subidones que hacen estallar el corazón, los abismales bajonazos) de su desvanecida pompa.

Éste es un libro emotivo y excepcionalmente expresivo. Los exotismos del idiolecto de Maradona se compensan con los clichés del fútbol, plagados de juramentos, que parecerían ser universales -"el público se volvió loco", "ese pajillero", "le ajustaron las cuentas" y el poco convincente "déjalo, Diego" de su representante Carlos Bilardo-. Pero también hay intimidades con un mayor nivel de percepción. El miedo previo a un partido en el vestuario: "Noté un silencio demasiado profundo, demasiado frío. Miré algunos de los rostros y los vi pálidos, como si ya estuviesen cansados". Una lesión grave: "Corrí tras una pelota perdida y escuché el inconfundible sonido de un músculo desgarrándose, como una cremallera que se abría dentro de la pierna". En cuanto a las emociones, Maradona llora varios mares cada dos páginas. Y la prosa poética dedicada a su mujer y su familia todavía es más emotiva, porque sabes que ahora está divorciado y apartado de sus dos hermanos, y porque sabes que los lazos del amor no han podido retenerle en su órbita.

Muchos deportistas se declaran campeones del pueblo, pero el populismo de Maradona está avalado por su itinerario: los baluartes proletarios de Buenos Aires, Nápoles y ahora La Habana (y el único club francés con el que coqueteó fue el Marsella, lo cual es muy revelador). Si preguntas en Buenos Aires, la respuesta a Diego es siempre pensativa, siempre amable, y en La Habana, donde siempre han conocido a un Maradona decadente, parecen adorarle sin reservas -"soy un fanático de Maradona"-. Cuba es perfecta para él. Allí puede ser un hombre del pueblo y del presidente, codeándose con ese otro réprobo de fama mundial, Fidel Castro.

El gran jugador Jorge Valdano dijo algo positivo sobre Maradona, y en ese retórico estilo latino: "Pobre Diego. Nos pasamos tantos años diciéndole 'eres un dios', 'eres una estrella', que olvidamos decirle lo más importante: 'eres un hombre". Pero todavía no lo hemos logrado. En Italia solían decirle: "Ti amo piu che i miei figli" ("Te quiero más que a mis propios hijos"). No es tan blasfemo como parece. Con sus rabietas, sus autolesiones y su insaciable amor por los dulces, Maradona sigue siendo "el pibe de oro", el hijo de Dios. Sigue siendo Dieguito.

The Wylie Agency (UK).

© Martin Amis, 2004.

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