En el borde de un volcán
Escribir es transcribir. Incluso cuando inventa, un escritor transcribe historias y cosas de las que la vida le ha hecho partícipe: sin ciertos rostros, ciertos eventos grandes o pequeños, ciertos personajes, ciertas luces, ciertas sombras, ciertos paisajes, ciertos momentos de felicidad y de desesperación, no habrían nacido muchas páginas.
Quizás un escritor sienta de modo especial, hoy más que nunca, la precariedad del yo individual, la intercambiabilidad de la experiencia y de la propia personalidad, que a veces le parecen absorbidas en una abstracción en serie y anónima; en ocasiones cree que un texto suyo podría ser de otro. Quizás sea sólo una tentación que nace del temor, pero a veces nos parece que lo único e inconfundiblemente nuestro son los momentos de oscuridad, de miedo, de dolor, de angustia y de delirio, de indignidad, como si realmente sólo fuésemos nosotros mismos cuando estamos a punto de perdernos, de naufragar, de desertar. Pero sin tener en cuenta esta oscuridad, este impulso hacia la deserción, no seremos capaces de entablar, no obstante todo, lo que San Pablo llama "el buen combate". La escritura es también un continuo viaje entre estas dos verdades, la de la fuga y la de la batalla; viaje a través del desierto y hacia una Tierra Prometida que sabemos que no alcanzaremos, porque la verdad de la escritura es el exilio, el estar fuera de la verdadera vida. "¿Qué se pierde escribiendo?", me preguntó una vez una estudiante china en Xian. Pregunta lapidaria, que requirió una larga respuesta. Sí, también la escritura debe registrar voces "con pérdidas", pero sin ella la verdadera vida estaría todavía más lejos.
Estamos viviendo la transformación liberatoria y sobrecogedora de una época, del mundo, de la realidad, quizás del hombre mismo. Estamos sentados en el borde de un volcán y de todas partes llegan estruendos de guerra, de una guerra que, como la metástasis de un cáncer, golpea ahora a una parte del mundo e implica al mundo entero. Como triestino, provengo de Italia, pero también de un poco de esa civilización centroeuropea, mitteleuropea, que intuyó, vivió y representó anticipadamente esta conmoción, comparable en la historia sólo con el final del mundo antiguo. Vivimos en una realidad que parece la descrita y prevista por Musil; una realidad construida en el aire y sin cimientos, formada por muchas copias de originales que se han perdido o quizás nunca hayan existido, en donde los acontecimientos parecen Acciones Paralelas a otras que sin embargo no suceden; en la que el individuo mismo se siente una pluralidad centrífuga, un archipiélago desperdigado más que una unidad compacta. Hemos entrado en la habitación de los botones de la fábrica de la vida y no sabemos si nuestros bisnietos se parecerán a nosotros, ni cuánto, si tendrán nuestras pasiones o serán casi otra especie. La realidad es un estudio teatral que se desmonta continuamente y nosotros nos movemos por él como Don Quijote por La Mancha; no hemos escrito Don Quijote, sino todo lo más un Amadís de Gaula, y nuestro guardarropa anticuado se llena de polvo y se deteriora en el traslado universal que se está produciendo, pero también esto contribuye a la gestación de una realidad que cuesta imaginar. En su presente y su futuro -que en parte es ya nuestro presente, pero que en parte es también para nosotros todavía futuro-, Nietzsche y Dostoievski vieron el advenimiento universal del nihilismo; mucho dependerá si lo viviremos, como Nietzsche, como una liberación que festejar, o como Dostoievski, como una enfermedad de la que curarse.
Un triestino es especialmente proclive a ser un hombre sin atributos y a buscar en la literatura la identidad de la que se siente incierto. El premio que se me concede hoy subraya, generosamente, el fuerte sentido de Europa presente en lo que escribo. He nacido y he vivido en una ciudad de frontera que, especialmente en determinados años, era ella misma una frontera, es más, estaba constituida y tejida por fronteras que la cortaban espiritualmente separándola de ella misma, la atravesaban como cicatrices sobre el cuerpo de un individuo. Sólo una Europa realmente unida puede hacer que las fronteras entre sus naciones y culturas sean puentes que las unan y no barreras que las separen.
La unidad europea no debe infundir temor. De hecho, vivimos ya en una realidad que no es nacional, sino europea; esta unidad europea de facto tendrá que convertirse cada vez más en una unidad institucional, aunque el camino para llevarla a cabo esté plagado de dificultades y de momentáneos retrasos. El amor por Europa no presupone ninguna miope soberbia eurocéntrica: el centro del mundo hoy está en cualquier parte y no tolera ningún inicuo dominio de una concreta parte del mundo. El humanismo europeo es también batalla para esta par dignidad de cualquier provincia del hombre, como la llama Canetti. En la vertiginosa transformación política, social, cultural, la democracia a veces vacila; España, que en pocos años ha vivido una increíble renovación, es un gran ejemplo de cómo la modernización puede y debe significar incremento y victoria de la democracia.
Europa no significa nivelar las diferencias, sino formar un coro armonioso, en el que Oviedo no será menos asturiana o Trieste menos triestina o italiana. La unidad no existe sin diversidad y viceversa. Dante decía que había aprendido a amar Florencia a fuerza de beber agua de su río Arno, pero añadía que nuestra patria es el mundo, como para los peces el mar.
Extracto del discurso de Claudio Magris, premio Príncipe de Asturias de Letras.
Babelia
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