Los tiranos felices
Alexandr Lukashenko, presidente de Bielorrusia, era un hombre feliz el domingo cuando anunció su abrumadora victoria en la consulta popular que elimina la limitación a dos mandatos de la jefatura del Estado y le permite presentarse de nuevo en 2006. El hecho de que cantara victoria cuando no se había contado ni el 1% de los votos extrañó en Minsk tan poco como el que los resultados finales confirmaran las dotes de adivino del batka (papa) bielorruso. Según los datos oficiales, la participación en un 80% y más del 76% de votos favorables a la eternización de Lukashenko en el poder han confirmado otro augurio del presidente hecho durante la campaña: "Demostraremos quién manda. Tenemos poder y técnicas para ganar". Tenía razón. Desde que fue electo en plena conmoción postsoviética en 1994, Lukashenko se ha ganado a pulso la fama de no mentir cuando amenaza. La oposición, la OSCE, observadores independientes y organizaciones de defensa de los derechos humanos han puesto el grito en el cielo ante la obscenidad del fraude. Lukashenko les ha recomendado que "se ocupen de sus propios asuntos".
Es evidente que el caudillo que ha convertido la "Rusia blanca" en un pozo negro está satisfecho consigo mismo y el aparato bolchevique que le es tan fiel a él como al manual del chekista elaborado en su día por Féliks Dzershinski, aquel aristócrata sanguinario polaco compañero de fatigas de Lenin y Trotsky. Lukashenko ha logrado reimplantar el monopolio del Estado en el uso de la violencia, en la producción, en el comercio, en la corrupción, en la información y, salvo alguna muerte pasional que escape a su control, también en el crimen. Si un periodista, un líder estudiantil o un obrero bielorruso destaca en su insistencia en molestar, exigiendo siquiera las pocas libertades y transparencia que el Kremlin de Vladímir Putin aún concede a los rusos, nuestro batka triunfante demuestra que, además de adivino en cuestiones de recuento, es también mago y hace desaparecer para siempre al pobre diablo insatisfecho. Las palizas, detenciones arbitrarias, amenazas a familiares de opositores y demás métodos de represión son hábito para unos bielorrusos que echan ya de menos la "seguridad jurídica" en la URSS.
Eso sucede en un país vecino de la Unión Europea, aquí mismo, en la frontera sur de Lituania y norte de Polonia. Pero no pasa nada y nadie hace nada, y poco manifestante cabría convocar para protestar contra tanta vileza, violencia y abuso. Porque aquí hacemos caso al gran batka y consideramos que la suerte de los 10 millones de bielorrusos es "asunto suyo", es decir, de Lukashenko y de su aparato mafioso- leninista. Si las dictaduras grandes pueden dar miedo al mundo, las pequeñas sólo son capaces de aterrorizar a sus súbditos. Si se es capaz de ignorar la miseria y el dolor que generan, desde fuera, desde las cómodas atalayas de las sociedades libres, estas dictaduras son poco más que patéticos terrarios con una población maltratada por la mera mala suerte de haber nacido allí. Vegetación, clima y carácter popular cambian según hablamos de Cuba, de Corea del Norte o de Bielorrusia. Son invariables por el contrario el desprecio al individuo, la omnipresencia del miedo, la brutalidad gratuita y la mentira todopoderosa, el oscurantismo y la pobreza.
Hace años ya que concluyó el desfile triunfal de las democracias por el globo de los años ochenta y noventa. China no se democratiza y la Rusia de Putin no sólo no pone freno a Lukashenko, sino que lo emula. La crisis de Irak ha dinamitado la alianza de las democracias occidentales. El prestigio de la sociedad abierta está en entredicho. El islamismo fanático está en pie de guerra. Indigenismos, intervencionismos y populismos resurgen con rabia y sin complejos. Mientras, en Occidente tenemos dirigentes que cuadran a la perfección con el "hombre moderno" descrito por el pensador ruso Alexander Herzen: estrecho de miras, sin pasión ni información y preso por la más absoluta debilidad de pensamiento. Así las cosas, batka y Castro, Kim Jong Il y Chávez, por citar a algunos, tienen motivos para estar felices. Muerto el determinismo histórico, ¿quién nos asegura que el futuro no son ellos?
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