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Columna
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Desde la escuela

El suicidio de Jokin ha sacado a la luz el infierno de los niños felices. Me cuesta hablar de este drama. Temo caer en teorías explicativas que acaben utilizándolo como un pretexto. Además soy profesor, y estos dos últimos años me he dedicado a enseñar a adolescentes de su edad, circunstancia que, por extraño que parezca, me inhibe más que me ayuda a hablar de este caso. Es muy posible que haya tenido ante mí algún alumno en situación similar a la de Jokin y yo no haya sido capaz de percibirla. O bien ha podido ocurrir que el drama estuviera detrás de aquellos indicios a los que no les di la importancia que merecían. ¿No pude verlo o no quise verlo? Supongo que cuando un drama de esta naturaleza nos toca de cerca esa pregunta puede resultar inevitable, pero añado otra que quizá suene a disculpa: ¿qué podemos ver en la oscuridad del bosque? Y el bosque son nuestros prejuicios y nuestra impotencia. Me atrevo a añadir otro elemento más difícil de admitir: el miedo. Sí, señores, tenemos miedo. Miedo a nuestros alumnos, quizá, pero sobre todo a algo más difuso que intuimos que nos puede caer encima y que tratamos de evitar a toda costa.

En el seguimiento que se ha hecho del caso en los medios de comunicación, me han llamado la atención los esfuerzos por eludir una palabra: la culpa. Se ha hablado mucho de responsabilidad, de responsabilidades múltiples y muy genéricas, que acabarán siendo tan vagas e inoperantes como un brindis al sol. Las familias son responsables, los profesores son responsables, la sociedad es responsable...Quizá lo que se quería decir es que todos somos unos irresponsables, pero ante todo se ha querido evitar esa palabra que nos eriza a todos el cabello: la culpa. Señor, aparta de nos ese cáliz, ese cáliz que el suicidio de Jokin nos lo ha hecho vislumbrar cerniéndose sobre todos de una manera inquietante. La gran repercusión del suicidio de Jokin es indicativa de que ha afectado a nuestras fibras sensibles, acaso a nuestras certezas, haciéndonos ver que no vivimos en el más maravilloso de los mundos posibles. Quizá por ello saltó tan tarde la noticia, y quizá también por ello nos esté costando asumir el hecho en su dura crudeza. Un grupo de adolescentes de clase media -subrayo esta circunstancia- agrede de forma sistemática a uno de sus miembros con las consecuencias que todos conocemos. ¿Son culpables de algo esos adolescentes? Creo que es una pregunta que debemos hacernos.

Entre las informaciones que he podido extraer de la prensa, hay una que me lleva a pensar en los extremos de horror que debió de vivir ese muchacho. Su suicidio se produjo después de que su centro escolar diera muestras de intervenir. No quiero disculpar con esto al centro, tampoco establecer una relación de causa-efecto entre esa intervención y el hecho luctuoso. Trato de transmitir mi impresión personal de que a ese muchacho le horrorizaba la intervención de terceros ante el temor de que pudiera agravar aún más su situación. Intuyo una soledad desesperada, de la que sólo podían salvarlo quienes, en realidad, se mostraban como sus enemigos, y que temiera cualquier iniciativa que pudiera agrandar ese abismo. Seguramente conocía las consecuencias de alguna iniciativa de ese tipo -el estigma del chivato-. Y aunque es posible que alguien, tal vez la institución escolar, hubiera podido contribuir a la integración armoniosa en el grupo que él probablemente deseaba, no podemos ignorar los extremos de crueldad, insensibilidad y dependencia que se daban en el interior de ese grupo. Sabemos la importancia que la pandilla de amigos tiene en esas edades adolescentes, pero en el comportamiento de ese grupo hay algo anómalo ante lo que no podemos cerrar los ojos, ni tampoco diluir responsabilidades.

¿Se da ese grado de crueldad en todas nuestras pandillas de adolescentes? Si es así, debiéramos empezar a preocuparnos por el hecho y por los motivos. Ahí tiene algo que hacer la institución escolar, proclive a veces a potenciar comportamientos gregarios y a asumir como naturales conductas que se dicen propias de la edad y que rayan en ocasiones con el salvajismo. En ese bosque natural cuesta a veces detectar comportamientos que son, en realidad, delictivos, y aún cuesta más hacerles ver a los implicados que lo son. Estoy de acuerdo con Imanol Zubero cuando afirma que la escuela se ha vuelto una institución rara. Pero matizo que siempre tuvo un grado de extrañeza, extrañeza que era considerada deseable o positiva y, como tal, respetada. ¿Se da también hoy ese respeto? Ahora tendríamos que empezar a hablar del miedo.

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