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Las justicias del dictador

Falta un papel para que Augusto Pinochet pueda ser procesado por su participación en las actividades de la Operación Cóndor; sólo un papel que certifique su cordura, para que se haga ajusticia a las víctimas chilenas de una red criminal integrada por los servicios de espionaje de las dictaduras chilenas argentinas bolivianas, uruguayas y paraguayas de los años setenta y ochenta. Pero si en vez de documentar su cordura vuelven los expertos a declararle demente senil ¿se quedarán las víctimas sin justicia? Algo no funciona bien cuando la justicia de las víctimas depende tanto de un certificado médico del culpable.

En castellano justicia se dice del que ajusticia y también se aplica a la segunda virtud cardinal. Que el mismo término sirva para castigar al culpable y para la virtud que consiste en dar a cada cual lo suyo, es garantía de las mayores confusiones.

La justicia como ajusticiamiento viene de lejos. Es, como dice Paul Ricoeur, una herencia de la venganza, aunque la hayamos revestido de civilización con el garantismo procesal. Asombra oír a los padres de hijas asesinadas que no pararán hasta que se les haga justicia, entendiendo por ello juzgar y castigar cumplidamente al asesino. Asombra pero se les entiende. Lo que se entiende menos es que desde la Administración de la justicia se piense lo mismo, porque algo tiene que ver en este drama la víctima y la pregunta es ¿qué le va a la víctima con el castigo al culpable? Naturalmente que importa identificar al culpable para evitar nuevos daños, incluso para procurar ganarle de nuevo para la sociedad y de esa suerte que ésta restaña la herida en el tejido social que supone un asesinato. Pero en toda esa estrategia, que es la del derecho, la víctima queda al margen, como si no hubiera nada que hacer con ella. Y para el caso da lo mismo que la injusticia tome la forma de muerte, violación, tortura o robo. Los focos de la ley están pendientes del culpable.

Este debate sobre la relación entre la justicia y el derecho no es algo que incumba sólo a juristas y filósofos morales. Esto, es decir, confundir la justicia con el ajusticiamiento, es lo que explica la tragicomedia a la que estamos asistiendo con Augusto Pinochet de protagonista. Que se pasaran a la paz de los archivos los 75 asesinados de la Caravana de la Muerte porque el presunto culpable no podía ser juzgado por demencia senil es cómico y es trágico, pero no es justo por muy legal que fuera. Y la injusticia de la decisión no proviene de la astucia de Pinochet eludiendo tribunales, sino de condicionar la injusticia hechas a esas 75 víctimas a la aparición de un culpable.

No es Pinochet sino los asesinados, torturados, exiliados o perseguidos los que merecen el juicio para que se les haga justicia. ¿Qué justicia, dirán los juristas? La que se desprende del reconocimiento de que el golpe de 1973 y la consiguiente dictadura supuso, en primer lugar, el derrocamiento violento de un Gobierno legítimo; también, un atentado contra las ideas políticas personificadas por Salvador Allende, y, finalmente, un empobrecimiento de la humanidad del hombre al privarle de una experiencia tan prometedora como aquélla. No es indiferente para las víctimas y sus herederos que los demás reconozcamos que la humanidad ha quedado empobrecida con su desaparición y que la causa que defendieron no era una locura. Reconocer ese empobrecimiento en humanidad y la nobleza de esos ideales condiciona el trabajo de las generaciones posteriores, ya que éstas tendrán que volver a ellos, contar con ellos, si quieren apropiarse los valores que ellos defendieron y que fueron puestos fuera de circulación. El triunfo violento de Pinochet sobre Allende ha contribuido a forjar la idea, tan habitual desde entonces, de que el programa de la Unidad Popular era un sueño infantil que hubiera fracasado de cualquier manera. La injusticia que hay que reparar es el empobrecimiento de una humanidad, la nuestra, a la que se le ha robado un sueño y también la posibilidad de realizarlo al exterminar a quienes lo habían concebido y quisieron ponerlo en práctica. Hacerles justicia es echarles de menos (duelo) y saber que les necesitamos (deuda).

Los hombres de leyes dirán que eso no es asunto de tribunales y que para eso está la opinión pública, las cátedras, los púlpitos, los editoriales o los artículos de opinión. Sea, a condición de dejar bien sentado que una cosa es la justicia, y, otra, el derecho. Hay en cualquier caso figuras mediadoras, como esas Comisiones de la Verdad y de la Reconciliación cuyos protagonistas son ciudadanos maltratados, sindicalistas torturados, políticos de la oposición asesinados, madres de desaparecidos o hijas violadas. No les importa tanto que castiguen a los autores cuanto que la sociedad comparta su pena y que todos, incluso los autores, reconozcan que se les hizo daño injustamente. Su existencia, sin embargo, revela lo raquítica que es la ración de justicia en el articulado del derecho vigente.

Hace unas fechas Juan Pablo Fusi, en un artículo amablemente provocador, denunciaba el estado de postración en que se encontraba la izquierda española que, habiendo perdido sus mitos e ideas funcionales, ha dado en ser "un pensamiento blando y sentimental, vaguedades bienintencionadas de aceptación universal sobre la paz, el diálogo y la solidaridad en la Tierra". Aunque el artículo se ahorraba decir lo que pudiera ser una derecha dura e impasible, hay que reconocerle acierto. La izquierda, en pocas décadas, ha pasado del marxismo a la socialdemocracia; del socialismo liberal al liberalismo social, para acabar cortejando el republicanismo, publicitado como el bálsamo de Fierabrás que todo lo cura. Lo preocupante, sin embargo, no es la debilidad de su discurso, sino la pérdida de su talante -sí, talante- fundacional, a saber, la indignación ante la injusticia. Los movimientos obreros o sociales del siglo XIX tienen por cuna la experiencia de la injusticia. Les moviliza menos la utopía de un futuro mejor para sus nietos que el recuerdo de los abuelos ofendidos y humillados. Una paciente estrategia cultural, que cuenta con la complicidad del derecho y con la autoridad del pensamiento políticamente correcto, ha ahormado esa indignación fundacional, por eso no reacciona ante la injusticia y deja a los tribunales que impartan justicia. El caso Pinochet es una parábola del anestesiamiento de la cultura de izquierda que entrega la justicia al derecho.

Juan Pablo Fusi puede estar tranquilo en su alegato contra la izquierda, a no ser que "esa bondadosería débil e ineficaz", propia de la izquierda y contra la que todo "pensamiento honesto debiera rebelarse", tenga que ver con la indignación compasiva que animó en su origen a la izquierda. Es ella la que desafiando los límites del derecho se ha puesto del lado de las víctimas, y ella la que se ha inventado las Comisiones de la Verdad. No todo está perdido.

Se suele decir que la justicia es tozuda y que acaba atrapando al culpable. La historia de Pinochet muestra por el contrario su fragilidad: basta un papel de expertos para acallar los gritos de quienes claman justicia. Lo realmente tozudo es la memoria de quienes padecieron la violencia de la dictadura. Mientras no se avive esa sensibilidad en los ciudadanos, la justicia dependerá de un papel.

Reyes Mate es profesor de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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