Amarga despedida
La tragedia de Tiananmen (1989) llevó al poder a Jiang Zemin, un burócrata casi desconocido pero buen administrador; un hombre gris para tiempos de crisis, que supo amoldarse a su papel de ejecutor de la apertura de China, que preconizaba Deng Xiaoping, el arquitecto de la reforma. Deng ya se había jubilado oficialmente, pero seguía controlando el país desde las bambalinas y Jiang le sirvió fielmente hasta su muerte, en 1997. Sólo entonces Jiang Zemin pudo adoptar sus propias decisiones, si bien, para entonces, ya se había establecido en el PCCh una especie de dirección colegiada que suplía las carencias del primer dirigente de China que ostentó los tres grandes títulos: secretario general del PCCh, presidente de la República Popular y presidente de la Comisión Militar Central. Mucho ruido y pocas nueces.
Jiang, de 78 años, fue la cabeza de la "tercera generación" del liderazgo chino, pero, a diferencia de sus predecesores, Mao Zedong y Deng, no gozó del carisma revolucionario de ambos. Ingeniero electrónico de Shanghai, ciudad de la que era alcalde cuando lo llamaron a Pekín, centró su gestión en la estabilidad política y la modernización económica de China. Antes de dejar el liderazgo del PCCh, en 2002, Jiang abrió las filas del partido a empresarios e intelectuales.
Chocó siempre con las filas más ortodoxas del PCCh y del Ejército, pero prefirió apartarse antes que presentar batalla. No quería jubilarse, pero no le dejaron permanecer en el poder ni un día más de lo previsto.
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