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Reportaje:SEIS MESES DESPUÉS DEL 11-M

De Bagdad al Pozo

Santiago Rodríguez, subteniente de la Armada, resultó herido en la matanza de Madrid tras regresar indemne de Irak

Aquella mañana del 11 de marzo, Santiago Rodríguez se sentía eufórico. Aunque pueda parecer sorprendente, el motivo de su alegría era la vuelta al trabajo. Tenía muchas cosas que contar a sus compañeros. Se había despedido de ellos siete meses antes, en julio, poco antes de partir para seis meses a un destino cuya sola mención sobresaltó a su esposa cuando se lo dijo: Irak. Santiago Rodríguez, de 51 años, natural de Logroño, es subteniente de la Armada y trabajaba en el Estado Mayor de la Defensa, en la madrileña calle de Vitrubio.

"En Bagdad", recuerda ahora, "tenías que estar permanentemente atento. Sabías a qué riesgos te exponías. Lo sufres tú y lo sufre, sobre todo, tu familia". Pero ya estaba de vuelta en casa y su mujer y su hija, de 26 años, respiraban tranquilas.

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También él, que tomó despreocupado el tren procedente de Guadalajara que paró a las 7.10 en Alcalá de Henares. Cogió un periódico gratuito y subió al piso superior del vagón. Apenas echó un vistazo a los demás pasajeros. Eran unas 40 personas. Pero recuerda que no había estudiantes, como es habitual, y quedaban muchos asientos libres. Se acomodó junto al pasillo.

Una media hora después, cuando el convoy estaba detenido en la estación de El Pozo, un fortísimo estallido le reventó los oídos. "De inmediato supe que era una bomba, por el sonido, por la vibración, por todo. A los pocos días de estar en Bagdad aprendes a distinguir los distintos tipos de explosiones, algunas las sentimos muy cerca".

Santiago se puso en pie como un resorte. "Fueron sólo unos segundos. La gente corría y yo les decía que estuvieran tranquilos, que volvieran a sentarse porque ya había pasado todo. De pronto se hizo de noche".

La segunda explosión volteó a Santiago por los aires. Sólo más tarde comprendería que el piso se había hundido y su cuerpo yacía aprisionado sobre el suelo del vagón inferior.

"Había un silencio impresionante. Sólo llegaban algunos gemidos desde el andén. Mis gafas estaban rotas y tenía cristales incrustados en los ojos. Mentalmente fui repasando mi cuerpo. La cabeza estaba bien. No podía mover las piernas, pero las sentía perfectamente. La izquierda me dolía mucho. Estaba apoyado sobre el pecho de una persona que no respiraba, creo que era una mujer. Delante de mí había un hombre que tampoco se movía. Mi brazo derecho estaba aprisionado. Lo último que pude hacer fue sacar la mano de entre dos chapas y pedir auxilio".

Santiago recuerda con agradeciemiento a los voluntarios que subieron al vagón en los primeros momentos. "La gente se jugaba el tipo entrando allí para ayudarnos entre hierros retorcidos, sin saber si había más bombas".

"Intentaron sacarme y no pudieron. Vino un bombero y tampoco. Luego llegaron más y por fin lo consiguieron. Me tumbaron en un banco de la estación. Les dije mi nombre, que era militar y dónde estaba destinado. Yo quería avisar a mi familia o al trabajo. Me metieron en un furgón, pensé que era una ambulancia, pero al parecer pertenecía a la Policía Nacional. Escuchaba a una mujer que iba gritando ¡Échense a la derecha! y no sé por qué, en aquellas circunstancias, esa voz me hizo gracia".

Como a la mayoría de los heridos, lo llevaron al Doce de Octubre, pero debido a las graves quemaduras que sufría lo trasladaron al hospital de Getafe. "Entré bastante mal. Tenía quemaduras en las piernas, las manos y la cara. Luego descubrieron que los pulmones estaban bastante dañados y tenía múltiples fracturas. El traumatólogo me confesó: 'La verdad, Santiago, es que nadie dábamos un duro por tí".

Pasó dos semanas sedado y entubado. "Esos días están en blanco para mí. Los pasé en mi pozo. Yo pensaba que cuando una persona está sedada su mente no trabaja. Mi sorpresa fue que trabaja a una velocidad de vértigo. Yo veía caras, escuchaba voces, creía identificar lugares, pero no sé si correspondían a la realidad".

Santiago salió del hospital a las seis semanas del 11-M. Ahora acude dos o tres veces al mes y sólo tiene palabras de elogio para el personal que lo atendió. Las mayores secuelas las padece en su pierna izquierda, que le mantiene en una silla de ruedas, "mi triciclo", la llama. Ya ha sufrido dos operaciones y necesitará alguna más, pero no desespera.

"Tengo que dar gracias a Dios porque me ha dado una segunda oportunidad", afirma. Ni siquiera se muestra sorprendido de que lograra salir indemne del infierno de Irak para darse de bruces con el horror en Madrid. "Son paradojas de la vida", comenta. "Nuestro error es creernos que estamos a salvo en casa".

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