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Columna
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La flecha dorada

El Camino no es de Santiago, es "a Santiago", pues hoy es una vía que conduce en una sola dirección, a un único destino. Y se nos aparece la palabra "destino", incómoda para quien cree que lo relativo es absoluto, que la vida no tiene destino, sentido o trascendencia. El Camino de Santiago es una flecha, amarilla de luz de sol de día y plateada de luz de estrellas de noche, que dirige ciegamente hacia el Oeste; para los indoeuropeos, el lugar donde muere el sol, el poniente, la muerte. Una senda en cuesta abajo hacia el umbral de la muerte. Es bajar al sepulcro. La modernidad fabricó gente optimista que descree del pasado y confía en el futuro, que entiende que la vida es un fugaz equilibrio sobre el abismo de la nada, pero ahí están todos esos caminantes escarneciendo sus cuerpos: van a rendir respeto a una tumba. Una tumba es el pasado, pero también el futuro. Gente de países industrializados que vuelven a hacer el viejísimo descenso al Hades griego, al País de los muertos celta. Que veneran a un decapitado milagroso que promete vida más allá de la muerte; resurrección.

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Las religiones intentan racionalizarse para acercarse a nuestro tiempo. No saben ya muy bien qué hacer con el misterio, ese campo de lo sobrenatural, pues nadie cree en milagros y los curas menos que nadie. Pero ahora están en el Camino muchas personas que han perdido la religión de sus mayores, que no saben decir lo que buscan, y aunque tuviesen palabras no lo dirían pues se avergonzarían de reconocer que buscan ritualidad, trascendencia y sentido, que buscan religación con algún Todo. Que buscan religión, en suma.

El Camino es hoy muchas cosas, antes de nada turismo. Un turismo banal y banalizador, pero muy barato, que le permite a la Administración cantar el número de turistas ruidosos que llegan a Santiago (y lo cierto es que ya no caben más, la ciudad está saturada). Turismo masivo, gregario, tumultuoso y un tanto brutal que daña el sentido de la peregrinación; cualquier sentido que ésta tenga. También turismo cultural que une el ocio, el senderismo, con la moda ecológica y con la curiosidad histórica y artística.

Pero es también una vía interior que podemos llamar terapéutica. Permite a quien peregrina detener su cabeza vertiginosa, reconstruir su centro y hacer un examen de su vida, un análisis. Aunque si quien peregrina se abandona al Camino hará un viaje más trascendente, pues el Camino no sólo saca a la gente de su vida actual haciéndola descansar de sí mismo, sino que lo traslada a un plano mítico. El Camino tiene un plano oculto, el juego de la oca: quien avanza encuentra en su progreso tanto posadas acogedoras como pozos y laberintos. El Camino es un dibujo con forma de sistema arterial que riega la vieja y nueva Europa y que tiene su motor, con forma de corazón, en la vieja ciudad que rodea a la tumba. Quien siga ese dibujo, teniendo confesión religiosa o sin ella, tendrá una verdadera experiencia. Hay cosas que no se pueden discutir, porque no existen en la disquisición ni en el lenguaje verbal, hay cosas que sólo se pueden experimentar.

La mayor parte de las personas que han hecho el Camino experimentan vivencias para las que no tienen palabras, pues los contemporáneos, o si prefieren los agnósticos, no tenemos palabras para decir lo extraordinario, lo cercano al milagro. Vivencias que tienen que ver con la elaboración de nuestro mundo interno y también con la experiencia de que el mundo está vivo y de que nosotros estamos dentro de él y le pertenecemos. Una experiencia de entrega. Y también de disolución y muerte.

La Iglesia tutela simbólicamente el Camino y dice que es un símbolo de fe, pero en realidad desconfía de él, pues tampoco sabe qué hacer con lo numénico y desconfía de esa religiosidad silvestre que no es de nadie, no tiene dueño, a la que solo acceden de forma individual e íntima los peregrinos. (Las epifanías e hierofanías no les son dadas a obispos, son para gente indocumentada). Porque la Iglesia administra el dogma pero el misterio es salvaje y oscuro y sólo lo pueden atisbar los místicos, aunque sean vulgares contemporáneos que ni siquiera tienen dogma o confesión. Pero tienen pies, y un destino donde acaba la tierra.

El Camino es una vía iniciática que se ha actualizado y vuelve a entrar en la cultura europea. Una incrustación arcaica que atrae a modernos. Un mito que nació para unir Europa: es su símbolo, y en este tiempo de recrear ese sueño tenemos que saber que somos una nación de pueblos europeos que ya no es confesional y sí tecnológica, pero que precisa valores, convicciones y referencias simbólicas comunes. No se trata de uniformizarnos, se trata de confluir en el mismo camino.

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