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Tribuna
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Ya somos gordos

Produce poco efecto encontrarnos con personas que no pueden pesarse en las básculas corrientes, las que se suelen usar en los cuartos de baño. Ni por la calle, dar con el codo a nuestro acompañante y murmurar: "¡Fíjate, qué tío tan gordo!". No hablo de los hombres o las mujeres metidas en carnes, sino de quienes sobrepasan los 150 kilos, que antes se exhibían en un circo y ahora comparten nuestro entorno con la mayor naturalidad. Tampoco de la gordura patológica y sufriente, que merece todos los respetos y cuidados. Creo que es una etapa en el conjunto de circunstancias que se dan en el Estado de bienestar que disfrutamos. Fuera queda, asimismo el lado opuesto, la anorexia, que ataca con mayor saña a las adolescentes y que, por fortuna, en la mayoría de los casos tiene cura.

Hablo de los gordos ágiles, vitales que han prescindido de la lucha frontal contra la línea marcada por otros. Un mundo de gordos era y es el territorio de los Estados Unidos. Quienes viajan por allí traen la impresión de ser un país gigantesco, desmesurado: sus ríos, las distancias, los rascacielos, la riqueza, la ruina, todo se da en dosis enormes. Y sus gordos. En las calles de cualquier ciudad o pueblo, Montserrat Caballé pasaría desapercibida. Son gordos los adultos, los viejos, los niños, los negros y los blancos, los chinos y los pieles rojas. Se ven familias completas, de cualquier etnia, donde el padre, la madre, los hijos rebasan con creces las medidas normales. Mujeres con pechos desbordantes sobre vientres elefantiásicos, hombres cuya cintura sobrepasa los dos metros, criaturas aún no llegadas a la adolescencia, con 80 o 90 kilos de peso.

Pues bien, no dan la sensación de ser desgraciados y lo mismo está ocurriendo ya entre nosotros. Y no son, allí y aquí, personas sedentarias, sino que desempeñan cualquier función o menester: ágiles camareros, guardias uniformados de 130 kilos, vendedoras de grandes almacenes o tiendas normales, que se mueven con destreza desconcertante entre las estanterías, los mostradores o los maniquíes, con esa gracia felina de los obesos sanos, que se desplazan como sobre rodamiento de bolas.

Comienza uno a comprender el problema, en aquellas tierras, al pedir la comida en cualquier restaurante: las raciones son pantagruélicas y dieron, como consecuencia, que la gente lo considerara normal y fuera provista del recipiente de plástico adecuado para llevarse el sobrante a casa, un trasvase de alimentos que no van a la basura, el peor de sus destinos. Es la cena de esa noche y quizás el desayuno de la mañana siguiente. En Madrid hay quien hace otro tanto, aunque el ancestral sentido de un mentecato ridículo considere que es una mezquindad. Otra cosa llama la atención en Norteamérica: cuando nos sentamos en un restaurante, casi siempre ponen delante un vaso de agua con hielo, especialmente en lugares meridionales y durante el verano. Gesto ocioso, porque allí la gente, usualmente, no bebe agua y eso es quizás lo que generaliza la obesidad. De la leche maternizada pasan a la envasada, a los refrescos, a los mejunjes de factura desconocida. Muchos ciudadanos yanquis prácticamente no han bebido jamás un vaso de agua, ni mineral ni del grifo.

Y eso es lo que, sin evaluar las consecuencias, puede estar pasando entre nosotros. El agua de Madrid ya no es aquella de Lozoya, fresca, prácticamente tan pura que en muchos laboratorios de análisis se utilizaba como destilada, sin serlo, pero con sus cualidades; incluso la llamada "agua gorda", la de Santillana, sería una delicia en nuestros días. No obstante, la que hay magnífica, pero en desventajosa lucha con los productos que nos vende la televisión, desde los legítimos, procedentes de manantiales conocidos, hasta los más sospechosos, sin contar la oferta de helados, especialmente en esta época veraniega, de misteriosa composición. El famoso "polo" es de mis años mozos, un invento fantástico: agua coloreada alrededor de un palito.

Por ahí puede andar el origen de la gordura que nos invade, algo parecido a lo del tabaco. Un cigarrillo, o los que sean, no es tan perjudicial como cabría esperar, pero la codicia de las tabaqueras introduce extraños ingredientes adictivos que atentan contra la salud, hasta reconocerse que son mortales. Pues cuidado con los sustitutos del agua -o del vino, la cerveza, la sidra, la horchata- que producen más sed para azuzar el consumo. ¡Más agua natural, algo de vino y bienvenidos los kilos si no nos llevan, por el atajo, al otro barrio!

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