_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La monarquía de nuestro tiempo

Recientemente he criticado la idea de monarquía tradicional que sostienen algunos sectores de la Iglesia y de la derecha más ultramontana, pretendiendo conectar ese concepto con la Monarquía española diseñada por la Constitución de 1978. El asunto tiene más calado que una simple frivolidad y no es fruto ni de la ignorancia ni de la improvisación. Representa una ideología muy asentada en sectores conservadores dentro y fuera de la Iglesia. Está en la línea de los que pensaban en el siglo XIX que la restauración canovista suponía reanudar la historia de España desde los cánones de la tradición y de la realidad natural. En esta línea, el principio monárquico de la monarquía tradicional y el principio religioso, desde una Iglesia católica, canónica y juridicista, la de la contrarreforma y de la unión Iglesia-Estado, eran como la vuelta a los orígenes de España, donde la unidad política exigía la unidad de la fe. La Historia de España ha sufrido de esa simbiosis donde se han sido gestando las etapas de nuestra decadencia. Desde la expulsión de los judíos y los moriscos, la persecución de los erasmistas y demás heterodoxos, con la libre acción de la Inquisición y la imposibilidad del establecimiento de los protestantismos en España hasta la larga ausencia de la cultura europea con el rechazo de las libertades intelectuales y los intentos de someter a la universidad y a sus profesores hemos ido sentado las bases de un casticismo destructivo que encarnó intelectualmente Menéndez y Pelayo.

Esa idea de España, zaragatera y triste, como decía Antonio Machado, es una de las causas de que otras culturas con hechos diferenciales propios como la catalana se alejaran de la idea de España, del indigno "que inventen ellos" y del horrible "lejos de nosotros la funesta manía de pensar". La otra España, la España civil sobrevivía con el Siglo de Oro, con el padre Feijoo, con los ilustrados, con Larra, con la Institución Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos, con Gumersindo de Azcárate, con Moret o con Clarín. Todos esos y algunos más hicieron posible la superación de la Monarquía canovista. Cánovas reflejaba esa mentalidad cuando afirmaba en las Cortes Constituyentes de 1869: "La libertad, la religión y la monarquía, preciso es estar ciego para no verlo, son los tres grandes y fundamentales sentimientos de los que está poseída la nación española". Por eso, enemigo del sufragio universal, en su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Jurídicas, clamaba contra ese indispensable instrumento democrático, aconsejando, si llegaba, que se vaciase de contenido si no queríamos llegar inexorablemente al comunismo.

La Segunda República fue un periodo donde emergió la España civil, la sociedad abierta del patriotismo constitucional. Pereció víctima de sus errores y de la influencia profunda de esa ideología de la unidad Iglesia-Estado y del militarismo antidemocrático. La Iglesia bendijo como cruzada aquel golpe de Estado y se instaló cómodamente con el régimen de Franco, colaborando en la restauración de la constitución natural que basaba su seudorrepresentatividad en la familia, el municipio y el sindicato vertical y que rechazaba el sufragio universal, el Parlamento, los partidos políticos y las libertades. Los obispos formaban parte del Parlamento orgánico, las llamadas Cortes Españolas, y el rey tradicional fue sustituido por el caudillo. Rememoraron lo peor del sueño canovista porque éste, al fin y al cabo un liberal, no hubiera aprobado la deriva de su idea de España. En los años sesenta, la Iglesia pueblo de Dios se revolvió contra las estructuras del régimen y, apoyada en esa corriente de aire limpio y fresco que invadió la Iglesia con el Concilio Vaticano II y los maravillosos Juan XXIII y Pablo VI, plantó cara al régimen y apoyó a una nueva generación de obispos que encarnó fielmente el cardenal Tarancón, entre otros. Ese sector de la Iglesia, bien en los franquistas reformistas pero sobre todo en la oposición democrática, contribuyó decisivamente al fin del régimen, a la transición y a la Constitución de 1978. Esa Iglesia merece todo reconocimiento y respeto porque fue capaz de comprender y apoyar a la España civil, que es la única garantía de nuestro progreso humano y del rescate de la dignidad de todos los españoles. Es la misma Iglesia que cree en el Evangelio y en Jesucristo, la que cuida a los enfermos y a los mayores, la que se ocupa de los marginados y de los pobres en España y en el Tercer Mundo, la que quiere evangelizar desde la dignificación humana de todos.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

En la Constitución de 1978, la Monarquía se dibuja como el supremo órgano del Estado, que encarna su unidad y permanencia, que no tiene prerrogativa, no es ni legislativo, ni ejecutivo ni judicial, porque representa el referente formal que transmite solemnemente las decisiones de los poderes públicos y de manera eminente la dignidad del Estado. Muchas veces he dicho que el rey don Juan Carlos y la reina doña Sofía y el resto de la Familia Real, y de manera muy preeminente el príncipe de Asturias, han representado con lealtad e inteligencia ese nuevo modelo de monarquía, por otra parte la única posible. Por eso tiene que precaverse contra los cantos de sirena de esos sectores de la Iglesia institución y de la derechamás conservadora, apoyados desde los nuevos vientos de contrarreforma que vienen del Vaticano. Pretenden volver a los tiempos de la constitución natural, de la Iglesia influyente en lo temporal y de la Monarquía tradicional. Esa Iglesia no comprende su nuevo papel, el que desarrollan con dignidad e inteligencia la mayoría de la iglesias europeas, desde una pretensión insostenible y antimoderna de protagonismo social preponderante.

La intervención del arzobispo de Santiago, monseñor Barrios, ante el Rey y el presidente del Gobierno es una expresión recalcitrante de un talante impertérrito ante el signo de los tiempos. Aquí hay una cierta responsabilidad del Gobierno, de los poderes públicos que mantienen tradiciones obsoletas que permiten esas salidas de tono y esos argumentos propios de otros tiempos. Es difícil que cuando se cree poseer la verdad, y no sólo la religiosa, se rectifique voluntariamente. El Gobierno español debe ser consciente de que, en este caso la política de la cortesía, de las buenas maneras y del statu quo, impulsa el mantenimiento de usos y prácticas que deben desaparecer. Es imprescindible para evitar el factor de desestabilización que se abra la modificación de los acuerdos con la Santa Sede y de los restos de privilegios que aún permanecen en nuestro sistema jurídico. Si esto no se aborda, continuarán los desplantes y las malas formas.

El Partido Popular tiene una responsabilidad importante y debe superar ese alma dividida que a veces confunde el respeto al hecho religioso y a la conciencia de los creyentes con el mantenimiento de privilegios eclesiásticos no justificados. Espero que el espíritu liberal del Partido Popular se sobreponga a otras tendencias y contribuya a que la España civil se consolide en nuestro país. La prudencia de la Corona debe entender también lo improcedente de implicarse en esos temas, aunque su responsabilidad es la responsabilidad del Gobierno. Espero que estas reflexiones no susciten, como otras veces, respuestas agrias desproporcionadas e incluso insultantes de personas que apoyan esas tesis, y sobre todo que no se tergiversen mis argumentos, que son muy respetuosos con la religión, con la Iglesia pueblo de Dios y con la institución eclesiástica. No se puede desde una postura histórica y cultural, basada en una concepción sobrepasada de la Iglesia, de su puesto en una sociedad libre y bien ordenada, pretender representar la única respuesta correcta y revestirse con la autoridad religiosa para defender, para pasar como verdades lo que no son sino posturas de un momento del tiempo pasado. Clarín dijo muy hermosamente que no se debe confundir la verdadera fe que "... jamás ha dado un dios nacional (idolatría) de la santa idealidad humana en busca de lo divino".

Gregorio Peces-Barba Martínez es rector de la Universidad Carlos III.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_