El base y el pívot
Maragall es testarudo: cuando considera que una idea estratégica es buena, difícilmente la abandona. Durante sus años de alcalde de Barcelona defendió la doble capitalidad de España. Chocó con Felipe González y nunca consiguió que se le reconociera esta idea. Aunque, con los Juegos Olímpicos, Barcelona se autoadjudicó la capitalidad que se le negaba. Encaramado a la presidencia de la Generalitat, la idea sigue fija, aunque ha sufrido una cierta metamorfosis: ahora el empeño de Maragall no es la doble capitalidad, sino lo que podríamos llamar la doble estatalidad. Cataluña quiere ser Estado, dijo tiempo atrás y provocó airadas reacciones en la prensa más españolista. Ayer fue más preciso: "quiere ser Estado español", volviendo a la dualidad de cuando era alcalde. Y esta vez se ha llevado un trofeo para casa: la Comisión del Mercado de Telecomunicaciones.
Entre Zapatero y Maragall hay una generación política. Y se nota. Zapatero es el base que intenta dar juego a todos a la espera de la oportunidad de entrar a canasta. Sus problemas vendrán cuando se agoten los tiempos de posesión. Maragall, por el contrario, es más bien el pívot que se abre camino en medio de un bosque de brazos tratando de que los demás entiendan que él es el más fuerte y la canasta es suya. Su problema es que, a menudo, le pitan los tres segundos en zona y tiene que volver a empezar. Zapatero es un político poco lastrado por la ideología, que busca mensajes ligeros para conectar con una sociedad líquida en estado de fluido constante, aunque sea recurriendo a tautologías como "socialismo de los ciudadanos". Maragall es un político más clásico, que todavía cree en las ideas, y, a menudo, se ve lastrado por la dificultad de transmitir lo que no es evidente. Pero el destino político les ha puesto cerca. Y, en cierto modo, ha hecho que sus suertes estén ligadas.
A la búsqueda de un estatuto posible o cómo conciliar intereses nacionales opuestos. Éste podría ser el título del folletín político en el que los dos presidentes se han metido. Maragall dio el paso que nunca osó dar Pujol, porque temía que el remedio fuera peor que la enfermedad: afrontar la reforma del Estatuto. Zapatero, inducido por los socialistas catalanes y apremiado por la mayoría que salió de las urnas el 14-M, aceptó el reto y abrió la puerta a la reforma a todos los Estatutos y a la Constitución. De modo que éste será, salvo imprevistos, el tema político estrella de las legislaturas recién iniciadas. Y, en consecuencia, la oposición -tanto en España como en Cataluña- ha empezado a pensar que tal debate puede abrirle una oportunidad. Dicen que la política es de los que saben correr riesgos: Maragall y Zapatero se han puesto una cuerda al cuello y tendrán que trabajar bien coordinados para desanudarla con éxito.
La pregunta es simple: ¿es posible encontrar un redactado de Estatuto que sea aceptable para la transversalidad catalanista (CiU, PSC, IC, Esquerra) y que, al mismo tiempo, sea defendible por Zapatero ante del conjunto de los españoles? Sin duda, no es nada fácil. Y, evidentemente, contarán, tanto o más que los contenidos, los cálculos de táctica política de las distintas partes. Aunque, por lo menos en Cataluña, tengo la impresión de que el que se pase de listo -y piense más en cargarse al Gobierno que en aprobar el Estatuto- puede pagarlo caro. Probablemente, la clave estará en dos puntos: la fórmula de financiación (que dibuje claramente la convergencia hacia los beneficios del concierto) y una puerta abierta a una evolución futura hacia mayores cotas de soberanía.
Si aceptamos que Cataluña y España son dos naciones una inscrita en la otra, es fácil entender que hay intereses comunes pero que también los hay de difícil conciliación. Este reconocimiento es el punto de partida. Y la voluntad de Maragall de ser Estado español debería ser vista de modo positivo, como un compromiso con el todo. Cataluña, sin embargo, debería salir del ensimismamiento simbólico. Debería exigirse algo más a sí misma, porque es cuando exhibe su excelencia cuando es más respetada. Para cubrir sus déficit necesita más dinero. Sin duda. Pero todavía no sabemos cuál es su proyecto de modernidad, el modo en que piensa hacerse un lugar en el mundo globalizado. Y aquí es donde llevamos seis meses esperando a Maragall y al tripartito.
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