Maragall y Zapatero
El encuentro que los presidentes José Luis Rodríguez Zapatero y Pasqual Maragall celebran mañana y el congreso del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) del próximo fin de semana ofrecerán nuevas pistas sobre la evolución previsible del asunto más sugestivo (y espinoso) que afecta a la familia socialista (y a toda la sociedad), la cuestión territorial. Y que constituye una metáfora de la asimetría nacional de España: ni drama ni paraíso, los hechos.
Aunque tanto el PSOE como el PSC tratan de ponerles sordina, las aguas bajan desde hace meses ruidosas y turbulentas.
En lo administrativo, se han registrado al menos cinco episodios de tensión, soterrada o abierta. Primero fue la formación del consejo de notables de Zapatero, que no incluyó a ningún dirigente del PSC. Luego, las discrepancias sobre la formación del tripartito en la Generalitat, con Esquerra e Iniciativa, frente a las preferencias de buena parte de Ferraz por una alianza con CiU.
La tensión deriva de que en la familia socialista conviven un alma jacobina y otra federal
El PSC ve mal pagada su aportación electoral; el PSOE, ninguneado su apoyo al tripartito
Pese a que PSOE y PSC les ponen sordina, las aguas de la tensión interna bajan ruidosas
La tercera tensión vino del desencuentro generado por el caso Carod. Unos acusaron a Maragall de incurrir en vacilaciones perjudicando así a la campaña electoral zapaterista. Los otros enervaron una amarga queja por el intento fraccional del secretario de Organización, Pepe Blanco, que sondeó a dos alcaldes para encabezar listas contrarias a las del PSC cara al 14-M.
Enseguida después, el PSC interiorizó como escasa la presencia de cuadros catalanes en el Gobierno de Zapatero: el macroministerio de José Montilla edulcoraría así la más leve participación que haya habido jamás en un Gobierno -y especialmente en un sottogoverno- socialista.
Y la quinta fuente de disgustos fue precisamente el reciente caso Montilla, por el que Ferraz quiso excluir de la ejecutiva al primer secretario del PSC, cuando ya estaba decidida la presencia de otros ministros y barones territoriales.
Este último lance no es el más interesante para la ciudadanía, aunque su caldo de cultivo es el más significativo, pues pespuntea el campo de juego de las tensiones futuras: la existencia de dos partidos hermanados, pero distintos.
El propio Zapatero acabó considerando como un error el empecinamiento en este asunto. ¿Por qué se produjo? Seguramente el hábito, la necesidad de autoafirmación del nuevo equipo y la urgencia de responder a las críticas del PP sobre el "barullo" interno apelaban a una actuación coordinada; en su versión extrema, centralista. Más grave, también por la ignorancia de la historia. Hasta el punto de que a medio congreso se tuvo que descubrir -mediando la memoria de los guerristas- que el PSC era un partido distinto y soberano, no una federación del PSOE.
Algo que arrancó en plena transición, cuando las distintas tribus socialistas catalanas fraguaron su unidad y la plasmaron en el "pacto de abril" de 1977 entre la Federación Socialista Catalana (FSC-PSOE) y el PSC, las "bases de la unidad" del mismo año y el "protocolo de unidad" de 16 de julio de 1978. Esos papeles configuran al PSC como un partido "nacional" con plena "soberanía" en las cuestiones de su territorio; dotado de independencia para financiarse, elegir a sus candidatos y dirimir sus conflictos internos, y que define "conjuntamente" con los otros socialistas la estrategia sobre política española, para lo que "presenta" (o en su caso refrenda) sus propios candidatos a la ejecutiva.
Aquellos pactos traducían un hecho diferencial. Pese a que la UGT se fundó en Barcelona, en 1888, la FSC de ella exudada jamás logró alcanzar la hegemonía político-cultural entre los trabajadores: compitió con el anarcosindicalismo, luego con Esquerra y bajo el franquismo con los comunistas. Así, sus escasas raíces, la liviandad de sus cuadros y la mayor vitalidad de las formaciones creadas desde el territorio le secuestraron una vida independiente, conduciéndole a desembocar en 1936 en el PSUC y más recientemente en el PSC, también de origen federativo y alma federal.
Esto es lo que el torpe episodio del 36º congreso aflora y actualiza, quizá contra la pretensión inicial de quien organizó el desaguisado y para desasosiego de algunas federaciones que pueden autoentenderse como de segunda categoría en relación con los catalanes. Pero es lo que hay, lo que toca conjugar o modificar a esos partidos y no a sus rivales ni a los analistas.
Los cinco desencuentros internos se han solapado con otras tantas polémicas públicas, casi todas en la dimensión más política de las relaciones Cataluña-España o Generalitat-Gobierno. Su clave no radica en un pulso entre dos nacionalismos, españolista y catalanista, en versión socialista. Trae cuenta de diferencias de calendarios de cada Ejecutivo y de los distintos imaginarios predominantes en las opiniones públicas sobre las que operan el PSOE y el PSC, una más unitarista, la otra más autonomista-federal: son, pues, normales, y habrá que habituarse a las incomodidades que llevan aparejadas, especialmente a los patriotas del puente aéreo.
El ministro de Administraciones públicas, Jordi Sevilla, abrió fuego al aplazar para otra legislatura la reforma de la financiación autonómica, algo complejo, pero también una de las dos prioridades de la Generalitat. Tras el cruce dialéctico, Pedro Solbes y Antoni Castells enderezaron el entuerto por la vía pragmática de empezar a trabajar en formato bilateral y a través del Consejo de Política Fiscal y Financiera.
Luego, un episodio parlamentario reverdeció la lista de las competencias autonómicas reclamadas por Barcelona y una amplia delegación de las estatales por la vía del artículo 150.2 de la Constitución. Su automático rechazo lo matizó enseguida la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, optando por la solución "caso por caso".
Siguió la catarata de declaraciones contradictorias sobre la reforma de la Constitución y del Estatuto. A la pretensión catalana de que la reforma estatutaria actuase como acicate de la de la Carta Magna, Blanco la ciñó al estricto marco (¿actual?) de la Constitución. Y Joan Saura acabó perfilando ambos procesos como paralelos, separados (¿aunque no separables?) y convergentes en su estadio final. Bajo el alud de frases late un pulso sobre el alcance de la reforma constitucional. Razonablemente preocupado por la necesidad de consenso con el PP, Zapatero la acotó a cuatro asuntos (sucesión en la jefatura del Estado, referencia a la Constitución europea, lista de autonomías y Senado). Impulsado por su federalismo y por las filigranas del nuevo consenso catalán, Maragall pretende al menos profundizar en ellos, por ejemplo explicitando la doble lista de nacionalidades y de regiones, indiferenciadas en el texto de 1978. También en esto cada argumento responde a alguna realidad. En este capítulo encajan rifirrafes de menor cuantía, como el de las selecciones deportivas.
El cuarto incidente llegó cuando Maragall comparó el plan Ibarretxe con la reforma estatutaria catalana, que se diferenciarían únicamente por el respeto a las formas legales de la segunda, y no (como también sucede) por los contenidos. Este desliz desdibujó la propia postura tradicional maragalliana de fijar el modelo catalán como referencia a la que atraer al vasco y desconcertó a sus amigos de Euskadi, amén de proporcionar munición gratuita adicional al nacionalismo españolista.
Y arribó la discusión sobre el grupo parlamentario propio del PSC, reclamado por su presidente, negado desde Ferraz y aplazado por Montilla. Razones histórico-jurídicas aparte, esta polémica entronca con necesidades vitales-simbólicas de ambos partidos. Para el PSOE, recuperar el grupo del PSC en el Congreso visualizaría su condición de segundo grupo parlamentario (por cierto, como el de Maragall en la Ciutadella) y aventaría las consabidas críticas del PP; para el PSC, su ausencia visualiza un protagonismo excesivo de sus socios-rivales de Esquerra (y de sus antagonistas de CiU) en la política española, acreditando a éstos, menos numerosos (ocho contra 21), como "los auténticos catalanes", los que negocian, consiguen, ocupan telediarios; su aplazamiento a un "momento mejor" es discutido por Maragall, para quien los dos últimos comicios cristalizan el "mejor momento" del socialismo catalán. ¿Existe un mecanismo intermedio que canalice las inquietudes de unos y otros?
Todos estos episodios de fricción declarada o latente derivan de la coexistencia en la familia socialista, como en la opinión hispánica, de dos almas históricamente decantadas, la jacobina y la federal (y aún habría que añadirles otras intermedias). Es fácil errar el diagnóstico sobre el PSC, pero lo cierto es que el cemento entre sus viejos y nuevos catalanes, sus ex obreros y sus ex burgueses, sus capitanes y sus divinos, aparece como férreamente federalista. Su común convicción de que sólo con más dosis de catalanismo se trocarán de partido dominante en hegemónico no exhibe más fisuras que los eventuales matices tácticos.
El socialismo catalán y el español afrontan el coste de un mismo problema, pero a la inversa: la cuestión territorial general. Así, Zapatero es diana de una opinión que prima la unidad sobre la diversidad, y le imputa ser "rehén de Maragall". Éste afronta una base social a la que sólo le interesa la unidad si respeta la diferencia, y a veces le achaca ser una mera "sucursal" del PSOE.
Ambos comparten también una misma debilidad parlamentaria, aunque en distinto grado. Mientras CiU no encuentre su brújula (y dado que la alianza con el PNV sigue presentando flancos incómodos), necesitan a Esquerra y a ICV-IU. Ambos mantienen recelos entre sí: el PSC considera mal recompensada su revalidada condición de gran granero electoral socialista; el PSOE, ninguneada su apuesta de apoyo al tripartito, que tan poco parecía convenirle en coyuntura preelectoral, e incomprendido el desgaste que le supone el pacto catalán con la independentista Esquerra. Estos recelos de fondo -que en su versión extrema acunan acusaciones de deslealtad mutua- se ven reforzados por lo complejo que debe resultar asumir la inversión de las expectativas electorales: Maragall quedó por debajo de los pronósticos de las encuestas; Zapatero, por encima.
Por encima y por debajo de todo ello, las ópticas con que enfocan la realidad, aun siendo cohonestables, difieren, especialmente en lo relativo a la estructura territorial del Estado. La Constitución, el documento de Santillana del Mar o las resoluciones del 36º congreso son para el PSC el "punto de partida" mínimo aceptable, mientras que constituyen para buena parte del PSOE el "punto de llegada" máximo tolerable.
Muchos se han sorprendido de que en las últimas semanas Maragall haya abierto todos los melones y animado todas las polémicas, incluso las más inoportunas para sus amigos. Aduce que sólo así ningún asunto clave quedará excluido de la agenda en el periodo re-constituyente que ahora empieza. Pero la densidad y multiplicidad de los asuntos suscitados albergan el riesgo de la incomprensión (preludio de la marginalidad), porque la capacidad de encaje de las organizaciones y las sociedades en un breve lapso de tiempo no es ilimitada. Al cabo, todas las batallas y peripecias de la familia socialista serían pura anécdota (salvo para sus militantes y empleados) si no fuese la que gobierna éste(os) país(es) y si no afrontásemos una fase de renovación de las reglas de juego constitucionales y estatutarias de tanta envergadura.
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