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Crítica:LA ÉTICA DEL PERIODISMO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La mirada del biógrafo

Leyendo a Chéjov y La mujer en silencio: Sylvia Plath y Ted Hughes aparecen en español. Biografías de Malcolm a las que se añaden dos reediciones. Todo un pulso entre objetividad y subjetividad en la narración.

Entre la realidad y las ficciones que usamos para representarla hay siempre una brecha infranqueable. Todos sabemos que entre lo que nos pasa y lo que decimos que nos pasa media el lenguaje, y éste se rige por leyes administradas por otros. Si ya es difícil hacer que los demás comprendan la índole de una experiencia personal, ¿qué no será conseguir dar de una experiencia ajena una versión fiel de los hechos? En ningún terreno esta circunstancia es más dramática que en el periodismo si lo entendemos como la tarea de informar fielmente acerca de algo sucedido a otros. La fidelidad a lo sucedido, como emblema de la labor periodística, se convierte en un propósito tan imperativo como moralmente insoslayable e imposible de cumplir.

Los lectores se verán recompensados por la maestría y el rigor de un periodismo excepcional
En Malcolm hay una conciencia autoral que hace a sus biografías especialmente atractivas
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"Tomar partido es inevitable para un periodista. Todos lo hacemos. Lo importante es decirlo"

Entre nosotros esta dimensión moral del periodismo ha sido levantada insistentemente por Arcadi Espada, pero es también una pauta reconocible en todos los reportajes de Janet Malcolm. En especial cuando se convierte en autora de biografías contemporáneas. En estas ocasiones no sólo se ocupa de la realidad en abstracto sino de la que forman fragmentos de una historia de vida, reconstruida a partir de rastros documentales y testimonios -a menudo sesgados- de los allegados al sujeto de la biografía. Malcolm sabe que aunque te ajustes a los datos y los hechos para acortar la distancia entre las palabras y las cosas, en algún momento te encontrarás atrapado en un intercambio asimétrico, gestionando prejuicios, medias verdades, clichés, y viendo cómo se mezclan con ellos tus propias simpatías y rechazos; y tendrás que decidir. Se puede especular alegremente acerca de la indistinción entre realidad y ficción, en el periodismo tanto como en la literatura y, de paso, contar con la ventaja de jugar con la camiseta de ambos bandos, pero tarde o temprano hay que decantarse por una o por la otra. De modo que tiene razón Espada cuando brama que una cosa es la realidad y otra la literatura, y que ningún periodista (y menos si se mete a escritor) debe olvidar esto.

Todos los libros de Malcolm aquí reseñados, aunque se aplican a contextos muy variados, coinciden en señalar la conflictiva articulación entre la fidelidad a los hechos narrados en una biografía y la relación íntima que el propio biógrafo entabla con esos hechos y personajes que, en ocasiones, viene a formar una trama adicional imposible de desentrañar de la principal. En Malcolm ésta no es sólo una pauta poética sino una conciencia autoral, por llamarla así, que hace a sus biografías especialmente atractivas, entre otras razones porque no da al lector la impresión equívoca de estar leyendo algo objetivo sino todo lo contrario; y de paso, enseña cómo se debe leer lo que se escribe acerca de los demás. Malcolm nunca se sustrae como autora, de modo que el lector tiene siempre ante sí los hechos y lo que se dice de ellos, pero también la mirada del biógrafo, constantemente, obsesivamente, puesta en cuestión. Actúa, pues, como el narrador de Los papeles de Aspern, de Henry James, el intruso que irrumpe en una vida ajena olisqueando entre papeles y fatalmente acaba entreverado con las incidencias de su propio relato biográfico.

Este esquema jameseano se

preanuncia en el primero de los grandes reportajes de Malcolm, aparecido como serie en The New Yorker en 1980 y publicado por Gedisa en español hace veinte años. El asunto era el ámbito privado del psicoanálisis, pero ya entonces se presentaba al psicoanalista como quien cifra en su propia implicación en la neurosis del paciente la esperanza de una intervención terapéutica favorable. La misma implicación autoral se hace evidente sobre todo en el ensayo sobre Chéjov, donde la autora recrea la vida del célebre narrador ruso entrelazando las tres dimensiones de la biografía: la investigación -aquí representada en un viaje a Rusia-, los rastros dejados por el propio Chéjov en cartas y obras, y la lectura combinada que de ellos hace Malcolm, donde se fusionan ambos escorzos en un mismo horizonte narrativo.

En El periodista y el asesino, en cambio, Malcolm da un salto interpretativo al describir esta fusión como una circunstancia funesta. El libro se ocupa del caso del periodista McGinnis, quien es contratado por un acusado de asesinato para dar una versión plausible de su coartada y que, a mitad de camino en su labor, sufre un cambio de opinión, decide traicionar a su cliente y, simulando simpatía por él con objeto de sacarle información, acaba escribiendo un libro que contribuye a convencer al jurado de que MacDonald, el acusado, ha de ser condenado. Pese a la deplorable traducción (en la que incluso he encontrado faltas de ortografía) el libro permite reconocer la cualidad sobresaliente de los trabajos periodísticos de Malcolm, su extraordinaria capacidad para mostrar cómo pueden llegar a entrelazarse innumerables historias en una misma trama biográfica que remite a una "verdad" inasible. Aquí es la historia del crimen, la coartada del acusado, el relato del periodista infiel y el relato del juicio que enfrenta al criminal con su antiguo biógrafo por incumplimiento de contrato, cuatro intrigas que, a la postre, tan sólo consiguen escamotear la realidad entre sus nudos apretados. El caso no queda zanjado en términos de verdad, pero el lector aprende una profunda lección de deontología del periodismo tanto como a no esperar que de una biografía se logre sacar la verdad de nadie.

La misma pauta se aplica al relato (La mujer en silencio) de las incidencias que rodean a la muerte por suicidio de Sylvia Plath, ocurrida a los treinta años, al parecer, tras una crisis sentimental. La propia Plath dejó claves de su trágica decisión en un volumen de poemas: Ariel (Hiperión, 1985) y en la novela autobiográfica La campana de cristal (Edhasa, 1982), pero Malcolm enseguida comprende que no son estos testimonios ni la notoriedad del marido de Plath, el también poeta Ted Hughes, convertido en villano por las feministas, lo que justifica la proliferación de versiones sobre esta pareja de intelectuales mal avenidos, sino la capacidad generadora de mitos que poseen las reconstrucciones biográficas. La vida del matrimonio Plath-Hughes hace tiempo que se convirtió en un auténtico culebrón de las letras anglosajonas y ha dado lugar a un subgénero compuesto por artículos, ensayos e interpretaciones, donde todo el mundo se siente con derecho a opinar porque los protagonistas en parte expían las culpas de toda una generación, todo lo cual ha supuesto para Plath, envuelta en una absurda aureola romántica, una inmerecida fama, y para Hughes, que la sobrevivió desde 1959, un verdadero calvario. Malcolm se esfuerza por sustraerse al culebrón y concentrarse en demostrar cómo esta historia de falsos ribetes shakespearianos es en realidad un subproducto de los autores de biografías que, obsesionados por descubrir una verdad inasible, acaban transformando los hechos en ficción. Pero fracasa en el intento. En la mitad del libro uno empieza a sentirse tan abrumado de chafarderías -al fin y al cabo, los escritores y sus biógrafos son personas vulgares y corrientes- como cuando se escucha a esos papanatas que aparecen en televisión desgañitándose sobre las anécdotas de los reality shows.

Los lectores inteligentes, en cualquier caso, se verán recompensados por la maestría y el rigor de Malcolm, ejemplo de un periodismo excepcional que no se suele encontrar en nuestros medios. Ni falta hace recordar que el periodismo -como el cine- será siempre americano.

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