"Tomar partido es inevitable para un periodista. Todos lo hacemos. Lo importante es decirlo"
Janet Malcolm es una mujer menuda, vital, pulcra, de aspecto frágil, mirada firme y frente despejada. La entrevista tiene lugar en su casa de campo, en las afueras de Sheffield, un pueblecito de Massachusetts, al pie de las montañas Berskshire, en un porche acristalado que da a un jardín. Le gusta hablar de árboles y plantas, y menciona los que crecen en los alrededores: pinos, cerezos, manzanos, robles, arces, abedules, oxiacantas. Entre las plantas, hierbabuena, menta, tila, nébeda... Nació en Praga, en el seno de una familia judía, y tenía cinco años cuando su familia se trasladó a Estados Unidos en 1939. Su nombre es indisociable de The New Yorker, donde publica los grandes reportajes que sirven de base a sus libros. Janet Malcolm escribe de asuntos que afectan a la imaginación colectiva hasta el apasionamiento, dirigiéndose a un público que exige una verdad que muchas veces resulta inatrapable: ¿es Ted Hughes el monstruo culpable del suicidio de Sylvia Plath, como proclaman la mayoría de sus biógrafos, o la víctima del mito provocado por su suicidio? ¿Cómo es posible que un jurado sentenciara al célebre autor de best sellers Joe McGinniss a indemnizar con medio millón de dólares a un recluso condenado por haber dado muerte a su esposa y a sus dos hijas pequeñas? El hecho de que la verdad sea con frecuencia inalcanzable -ésa viene a ser la lección que nos da la impecable trayectoria profesional de Janet Malcolm- es precisamente lo que obliga al biógrafo y al periodista (al escritor de no ficción) a marcarse los más altos niveles de autoexigencia en cuanto a rigor, honestidad y transparencia.
"El problema surge cuando fingiendo ser neutral y objetivo el autor presenta al lector algo que sin ser verdad, aparenta serlo"
PREGUNTA. ¿De cuál de sus libros se siente más orgullosa?
RESPUESTA. Más que de libros, hablaría de momentos, como cuando en Leyendo a Chéjov, al comentar Kashtanka, un cuento narrado desde la perspectiva de una perra, de pronto vi una comunión entre los sentimientos del animal y los del escritor, un paralelismo entre la situación de dos seres igualmente frágiles y empujados hacia el margen de las cosas.
P. ¿Qué tema diría que subyace a cuanto ha escrito? ¿La traición? ¿La imposibilidad de alcanzar la verdad?
R. Esos temas surgen en varios libros. La mujer en silencio aborda la naturaleza problemática del género biográfico, género inseguro, muy poco firme, en parte porque al endurecerse la voz narrativa, el texto adquiere apariencia de verdad, sin serlo. Eso lo ilustra bien el pasaje en que enumero las versiones de la muerte de Chéjov. Son tan distintas entre sí que resulta imposible saber qué sucedió realmente. La biografía tiene como punto de partida un puñado de datos, lo demás es invención del escritor.
P. ¿Ha podido librarse del efecto que causó la frase con que abrió El periodista y el asesino?
("Todo periodista que no sea lo bastante estúpido o engreído como para no ver lo que tiene delante de las narices sabe que lo que hace es moralmente insostenible. Su trabajo consiste en aprovecharse de la vanidad, la ignorancia o la soledad de la gente para ganarse su confianza, y acto seguido, traicionarla sin el menor remordimiento").
R. La frase alude a un problema del que siempre he tenido una conciencia muy aguda, especialmente en el caso de las entrevistas. Hay una enorme brecha entre lo que uno escribe y lo que espera leer el entrevistado, y eso apunta a un problema ético que todo periodista debe afrontar. Casi invariablemente, se produce una enorme decepción. El caso McGinniss contra MacDonald ilustra el problema de manera contundente. Muchos compañeros de profesión se irritaron profundamente conmigo por aquella frase, lo cual me sorprendió, aunque hoy se acepta su validez. Las obras periodísticas tienen un componente de ficción, no en vano, al menos en inglés, se llaman stories. Mi frase será extremista, pero apunta a algo evidente.
P. Cuando el lector termina El periodista y el asesino
ha tenido acceso a todos los ángulos del caso, pero sigue sin saber si MacDonald es culpable o inocente. ¿Se podría considerar eso un fallo moral del libro?
R. Puede que el libro tenga ese defecto, tal vez se pueda hablar de fracaso moral en ese sentido. Unos años después leí Fatal Justice
[otro libro sobre el caso MacDonald]. Los autores me convencieron de que no había tenido un juicio justo. Aquí nos tropezamos con la paradoja de la escritura: desde el punto de vista investigativo, era un libro bueno, pero era terriblemente árido, aburridísimo, como una monografía científica, incapaz de despertar el interés de la gente. Mientras que Fatal Vision, el libro de Joe McGinniss, en el que se muestra convencido de su culpabilidad, era enormemente dramático y efectivo.
P. ¿Qué ha sido de MacDonald?
R. Sigue en la cárcel, abandonado por todo el mundo, incluso por sí mismo. Podría estar en libertad bajo fianza, pero para ello tendría que reconocerse culpable y pedir perdón, y él sigue proclamando su inocencia.
P. ¿Quién es su modelo de escritor?
R. Joseph Mitchell. Es un maestro absoluto del tipo de periodismo que propicia The New Yorker: artículos largos, en profundidad, contemplativos. Era un ser maravilloso, tenía muy buen corazón, y siempre estaba interesado por los demás. Lo mejor que escribió es El secreto de Joe Gould [traducido en España por Anagrama]. Ahora que hablo de él con usted, caigo en la cuenta de que era muy chejoviano, sencillo, directo, nada pretencioso. Era un hombre de exterior alegre, pero lleno de una melancolía interior.
P. En La mujer silenciosa toma abiertamente partido por Ted Hughes.
R. Tomar partido es inevitable. Todos lo hacemos. Lo importante es decirlo. El problema surge cuando fingiendo ser neutral y objetivo el autor presenta al lector algo que sin ser la verdad, aparenta serlo. Yo muestro mis cartas. De manera imperceptible me fui inclinando hacia Hughes. Sentí una enorme simpatía hacia él, su situación me parecía muy triste. En ese libro se da otro de esos momentos especiales de que hablábamos antes. Al principio de mi investigación, conseguí los ejemplares de unas cartas bellísimas que Hughes le escribió a Al Álvarez [autor de El Dios salvaje (Emecé), un libro sobre el suicidio que dio pie al mito de Hughes como verdugo de Plath]. Solicité permiso para citarlas. Sus editores exigieron ver mi manuscrito antes de dar su autorización. Me negué por razones éticas. Durante mi intercambio epistolar con Hughes actué con suma cautela. Toda mi preocupación era no espantarle, me sentía como una naturalista que estudia los movimientos de un animal muy vulnerable, que en cualquier momento se puede dar a la fuga. Al final conseguí su autorización.
P. ¿Por qué escribió el libro?
R. Conocía a Anne Stevenson, la autora de Amarga fama, la única biografía autorizada de Plath, de la época de la universidad. Solicité escribir la reseña de su libro para The New York Review of Books, pero se la habían encargado a Al Álvarez, que hizo una crítica muy negativa. Vi toda la situación ante mí y me sentí obligada a indagar.
P. ¿Su libro cambió las cosas de alguna manera?
R.No intento cambiar nada con mi escritura.
P. ¿Qué le llevó a escribir un libro sobre Chéjov?
R. Es un escritor potentísimo. Me ocurrió algo curioso con él. Cuando releí a algunos autores que habían sido fundamentales en algún momento de mi vida, en muchos casos sentí que su fuerza se había diluido (Turguénev es un ejemplo). Por el contrario, Chéjov había ganado estatura. Cada frase, cada palabra suyas son poderosísimas, pura poesía. He leído sus cuentos, siete, diez veces, y cada vez vuelve a ser una experiencia extraordinaria. Llegaba a un fragmento que me había hecho llorar, y volvía a tener la misma reacción. El final de La dama del perrito es asombroso. Los amantes adúlteros están atrapados en una habitación de hotel, en Moscú, como dos pajarillos aprisionados en una jaula, que no saben qué va a ser de ellos. O la escena de El duelo, cuando el protagonista sorprende a su mujer en la cama con otro hombre, Los personajes de Chéjov son entes solitarios que en manos de su autor experimentan transformaciones insólitas que los convierten en seres portentosos. Durante mucho tiempo me intrigó el misterio de Chéjov: ¿qué es lo que hace de él un gran escritor? Mi libro es un intento de contestar esa pregunta. Viajé a Rusia animada por un sentimiento sin forma, que no sabría definir. Visité Moscú, San Petersburgo, Yalta, los lugares por donde viajó él. El tema del viaje es crucial en su vida y en sus obras. Sus personajes experimentan grandes transformaciones cuando viajan. A ello se añaden los percances de mi propio viaje.
P. ¿Puede hablar del episodio de la muerte de Chéjov en relación con sus ideas acerca del género biográfico?
R. Yo no llevé a cabo ningún trabajo de investigación biográfica, sino que me basé en lo que contaban los distintos biógrafos, y observé la existencia de numerosas discrepancias. Al llegar a la escena de la muerte, éstas llegan a tal extremo que rozan el ridículo, y decidí incluirlas todas: los detalles varían de manera delirante, incluidas sus últimas palabras. En una de las versiones me encontré unos detalles que ningún otro biógrafo aducía, pero me sonaban muchísimo. Por fin descubrí dónde lo había leído: en un cuento de Carver, donde se imaginaba los últimos momentos de Chéjov. Otro de los momentos de mis libros. Es mezquino hacer algo así, es un procedimiento para el que carecemos de nombre: utilizar la ficción como fuente de material biográfico.
Dos días después de la entrevista, Janet Malcolm me envía un correo electrónico en el que dice: "En respuesta a su pregunta sobre si mi libro sobre Plath había cambiado en algo las cosas, contesté que no escribo para cambiar el mundo. Me gustaría añadir que fuera de la escritura soy una activa partidaria del cambio. Deseo fervientemente que los fanáticos que gobiernan mi país —y que lo han llevado a la ruina y cubierto de oprobio— sean apartados del poder en noviembre [. . .] En estos momentos, acabar con Bush es más importante que cualquier proyecto literario. Jamás me había sentido así ante unas elecciones. La perspectiva de cuatro años más de Bush me resulta insoportable. Además de los árboles que mencioné cuando estuvo aquí, hay olmos, álamos temblones y algarrobos, y entre las plantas silvestres, lazos de la reina Ana, asteres ranúnculos, lupinas, cardos, arvejas, varas-de-oro, flor-de-mono, zaragatonas y no-me-olvides).
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