El escritor en 'La gaviota'
Cual una estatua gigantesca, la figura de Antón Chéjov, en este centenario de su muerte, proyecta una sombra viva que alcanza y ennoblece el gran espacio de la narrativa. Un largo transcurrir de años ha hecho que se comprenda mejor a Chéjov y que se reediten mil veces sus cuentos y sus obras teatrales sigan en los escenarios. Como un catálogo de esperanzas y decepciones así puede considerarse una obra que incita a descubrir las contradicciones del alma, la melancolía y la fuerza salvadora del amor.
En sus obras teatrales, Chéjov utilizó un efecto escénico desconcertante para el espectador pero de hondo significado, sin duda, para quien lo repitió en el último drama que escribió, El jardín de los cerezos, meses antes de su muerte. Inesperadamente, tras las bambalinas suena una canción, un disparo, risas, las campanillas de un coche de caballos o un sonido indefinible. Se ha dicho que estos recursos servían para profundizar el espacio teatral, o para advertir que una vida distinta seguía su curso fuera del escenario.
"Una obra de arte debe expresar obligatoriamente un gran pensamiento", dice el doctor Dorn, opinión que compartía Chéjov
Ahora, cuanto tanto interés suscita el método creativo de Chéjov y su proceso de elaboración previa, podría aventurarse que esos sonidos reproducen, de forma simbólica, lo que escucha atentamente el escritor para captar, en su actitud receptiva, hechos, aun fugaces y lejanos, y palabras del mundo que más tarde serán recreados en la literatura.
En el drama La gaviota, Chéjov, aun cuando incluye aspectos de su propia vida de escritor y del ambiente literario ruso en los últimos años del siglo XIX, la obra trasciende su época y viene a integrarse en el dominio de las experiencias literarias. Sus protagonistas son dos escritores, opuestos en sus concepciones estéticas, con diferente sistema creativo relacionado con la aparición del simbolismo en el arte, que cumpliría la superación del realismo decimonónico.
Este dilema se centra en un jo-
ven escritor, Konstantin Treplióv, que busca una fórmula personal para su escritura y se encamina, entre decepciones y dudas, hacia un arte alegórico. Dice: "No hay que representar la vida tal como es ni tal como debe ser sino como la vemos en sueños". A lo que replica otro personaje, el doctor Dorn: "Una obra de arte debe expresar obligatoriamente algún gran pensamiento", opinión que era la de Chéjov, poco interesado en el simbolismo.
El segundo escritor, Borís Trigorin, es una réplica del propio Chéjov, que quizá quiso trazar aquí su ambigua personalidad. Trigorin se describe como un hombre débil, entregado a su vocación, condenado a escribir sin descanso para lo cual debe tomar nota de todo lo que ve y escucha a fin de utilizarlo después como material de su trabajo: "Una nube en forma de piano... el olor a heliotropo... una frase... una palabra", sometido el escritor a la realidad que le rodea y le nutre, captando incluso esos sonidos fuera del escenario que Chéjov proponía en su teatro.
Es digno de observar en este desdoblamiento cómo en el actor I de este drama que comentamos, Treplióv reconoce que su rival es amable, inteligente, algo melancólico y que ya goza de celebridad. En otro pasaje, Trigorin, hablando de sí mismo, explica que en sus comienzos de escritor pasó penalidades y sufrió la indiferencia de los editores.
Estos dos testimonios definen aspectos del carácter de Chéjov y sus dificultades en la primera época de su vida profesional. Pero también Trigorin, según avanza la acción, va mostrando otros rasgos de Chéjov: egoísta, siempre absorto en sí mismo y algo distante en su trato habitual.
La fórmula chejoviana de "sugerir y no mostrar" -en la cual una parte de los sentimientos se omite- conseguía imitar la incertidumbre de la vida, como los ruidos detrás del escenario son la advertencia de que hay secretos inexplicables.

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