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Crítica:EL PAÍS | Novela negra
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

'No quisiera estar en sus zapatos'

EL PAÍS ofrece mañana por un euro uno de los mejores relatos del estadounidense William Irish

Jesús Ruiz Mantilla

"La primera línea, la primera línea...".

Era el interruptor creativo que trataba de meterse en la mollera Edgar Danville Moody, escritor a destajo, en ese relato de trazo inconscientemente borgiano en el que Cornell Woolrich, para unos, William Irish para otros, a su elección queda, retrata la obsesiva carrera por la creación a una perra por línea y titulado con ese talento para el mordisco que le dieron los genes como Un centavo por palabra.

Esas frases idénticas de aquel texto que es una deshumanización total de la literatura y que homenajea a los autores de cuentos pulp, desarrapados y baratos, que han inspirado lo mismo a Hitchcock que a Tarantino, nos sirve de coartada de perlas para comenzar un artículo sobre este escritor superdotado, inquietante, que puso el suspense a nuestra espalda con cada redacción de sus frases.

Es un mundo de asfalto quemado y metal afilado; urbano y moderno

Un centavo por palabra aparece publicado por Alianza Editorial en un volumen titulado En el

crepúsculo, que junto a Las garras de la noche, La muerte y la ciudad o Los sanguinarios y

atrapados, se encuentran en ediciones de bolsillo en España. Es su formato, porque el mundo de Woolrich nos acompaña al compás de nuestras gabardinas, es de asfalto quemado y metal afilado; urbano y moderno; aterrador y carente de esperanza al tiempo; rápido y observador de los detalles mínimos a la vez, como lo demuestra una de las obras que más fama le dieron, La ventana indiscreta, que llevó al cine Alfred Hitchcock para hacer ese canto magistral al vouyerismo. Y como también redondea en No quisiera estar en sus zapatos, una narración que es una de sus obras maestras, en la que el escritor, tan hábil en sus recursos literarios como acomplejado y adosado a las desgracias en la vida real, muestra una capacidad inaudita para inventar una historia salida de unos simples zapatos.

La de Woolrich es una mente en plena y constante ebullición creativa, la de hombre sacrificado a la invención de mundos tan cercanos como señalados por la fatalidad, que nos empuja a huir a sus lectores con él. Creaba también para escapar de su propia soledad y del influjo aprisionador que ejercía sobre su existencia su madre -muchos creen que podría ser perfectamente el Norman Bates de Psicosis- y la celda inhumana de una modernidad enganchada a la maquinaria y desapegada de los corazones, que simboliza en toda su obra la ciudad de Nueva York.

Son mequetrefes con mala suerte, parejas desconfiadas, gatos de insoportable maullido y policías con ansias de salvar almas abocadas a la injusticia los que pueblan este libro, que también incluye Fue

anoche, otra pieza magistral. Pero sobre todo zapatos traidores -"Esos zapatos le llevarán a la silla eléctrica", le suelta un personaje a otro-, cajas de zapatos donde se guarda el dinero, zapaterías especializadas en pies planos, los que cimentan esta historia de intriga y desazón, dos de los motores que mueven todo el tejido de este escritor radical, que utiliza símiles y metáforas tan abruptamente definitivas y pegadas al alquitrán como lo fue la infelicidad en su vida.

Woolrich nació en Nueva York en 1906. Durante su adolescencia se lo repartían sus padres: el invierno lo pasaba con su madre, Claire Attalie Woolrich, una dama de la alta sociedad, y el verano, con su padre, ingeniero civil, viajando por América Latina. De pequeño coleccionaba cartuchos gastados, toda una señal, y empezó a publicar con 20 años. Cover charge es su primera novela y desde entonces fue no parar de producir una obra en la que exploró el género negro hasta renovarlo de manera sorprendente en relatos que publicaba en revistas de todo tipo -entre 1936 y 1939 parió 105 narraciones-, guiones para radio y televisión y demás, y que dieron sus mejores frutos entre los años treinta, cuarenta y cincuenta.

Retrató como pocos los despojos que fue dejando por las calles la gran depresión y utilizó seudónimos -William Irish fue el más corriente- tras los que escondía una vida obsesionada por la discreción. Algunos escritores de la época como Frank Gruber -según recoge Francis M. Nevins Jr. en el prólogo de Las garras de la noche- le recuerdan como un hombre tremendamente introvertido, que vivía solo con su madre en un hotel, frustrado, torturado, diabético, alcoholizado, obsesionado por el miedo a ser homosexual y con un impulso autodestructivo que acabó con él en una silla de ruedas, después de perder una pierna gangrenada, hasta que murió en un hospital en 1968 sin nadie alrededor. Tan sólo algunos amigos y un millón de dólares que le sobrevivió en su cuenta corriente, un fondo con el que se creó la fundación que lleva el nombre de su madre y que se dedica a becar a estudiantes de literatura de creación.

No creía en Dios, ni en los departamentos de policía, que para él, salvo excepciones individuales, eran esos antros perversos donde sus moradores se corrompían por cuatro dólares y caían con facilidad en el sadismo de la tortura. Precisamente esa omnipresencia del horror y el lado oscuro, esa grasa amarga que deja en el ánimo su lectura, sin héroes, sin salvadores, o con bienhechores que, al salvarnos, nos condenan a destinos mucho más sórdidos, es lo que convierte a Woolrich en ese escritor que jamás nos deja indiferentes ante al trazo negro, negrísimo que deja su tinta sobre el papel.

MANUEL ESCTRADA
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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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