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Columna
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El bebercio

Los licores destilados entran suavemente en decadencia y eso se nota, al principio, en los bares frecuentados por bebedores conspicuos a la hora del aperitivo. En la memoria de mi juventud aparece el vaso de coñac con sifón, que fue sustituido por la ginebra, compartida por muchos con la explosión imaginativa de los cócteles. Se les llamaba "combinaciones" para eludir las palabras o expresiones extranjeras. Era una fijación de aquel régimen, llevado a veces a extremos aberrantes. Hay un hotel en Madrid, entre las calles de Serrano y la Castellana, que se llama Sanvy, que no quiere decir nada. Originariamente se iba a llamar Savoy, que es un vocablo muy hotelero, pero la necedad que siempre acompaña a las dictaduras obligó a desnaturalizarlo. Aunque los más rígidos principios son vulnerados cuando median las presiones precisas. Los acreditados establecimientos, Ritz y Palace (ambos de la misma propiedad extranjera entonces) no cambiaron gracias a la presión que ejerció la empresa gerente y el Gobierno que la respaldaba. El gran argumento que justificó la excepción era que la cubertería, vajilla y menaje en general ostentaban el nombre o las iniciales y hubiera sido costosísimo sustituirlos. A la ginebra, que tuvo gran predicamento en los años cincuenta y sesenta, pese a los recelos que siempre deben despertar los destilados blancos, la sustituyó el whisky, que se ha llegado a beber en Madrid más que en Edimburgo. No hubo guateque o recepción, de alto copete o familiar, donde no campease aquel licor, de importación, de contrabando o de infames manipulaciones. Hoy su consumo parece en declive.

Hace tiempo que no escucho en una grata sobremesa pedir un buen coñac francés -o español, que ya no existen grandes diferencias en las calidades medias- como rúbrica de una buena pitanza. Es posible que las ocasiones de disfrutarles hayan disminuido notablemente y los escalofriantes precios de los grandes restaurantes me mantienen alejado de ellos. El buen yantar está definitivamente unido a una bien provista cartera.

Los grandes cocineros se han convertido en personajes tan populares como las grandes estrellas del cine o de los deportes: todos les conocemos y pocos tienen la oportunidad de haberles visto de cerca. Falta un pelín para que sean pasto de las tertulias rosa en las televisiones y no parece lejano el día en que los supuestos devaneos de Arzak, Arguiñano o Adrià, ciertos o figurados, movilicen la persecución de los paparazzi. Hasta ahora, sus opiniones, preferencias e inclinaciones se confinan en el mundo de la gastronomía, pero todo se andará y consideraremos su justa fama y sus peripecias íntimas como algo nuestro, tal como sentimos orgullo patriótico por las botas de Raúl o Fernando Torres y la raqueta de Conchita Martínez. Hasta ellos aún no ha llegado la marea de Salsa rosa o de Crónicas marcianas, siempre al acecho.

El whisky, pues, ha decaído para dejar el sitio al champán, mejor dicho, al cava, que está alcanzando estimables cotas de aceptación. Mis raíces norteñas me decantan por la sidra natural, aunque infundados reparos hacen que me guste -y mucho- sólo en aquellos verdes lugares, como suele ocurrir con el vino de Jerez, imbatible aún de Despeñaperros para abajo y en una discreta posición entre nosotros. El cava reina en nuestras barras y hay que considerarlo como un vino anterior a las comidas e incluso como bebida de mesa y no, como arrastra una torpe tradición, para consumirlo a los postres. Caído sobre otros líquidos suele sentar como un tiro. Quizás no resista la comparación con un Taittenger o un Röderer, pero un buen cava catalán o navarro se hermana en gusto y calidad con el reputado Dom Perignon. La batalla la está ganando el vino, en sus infinitas variedades, blanco y fresco para los calores, tinto para reconfortar el estómago frío, incluso rosado para quienes lo gusten. Las cuatro esquinas de España producen buenos vinos, escrupulosamente vigilados, tratados en bodegas por ordenador, a cobijo de los cambios de presión y temperatura. Siempre es bueno que se aireen un poco y las vasijas de decantación se venden en El Corte Inglés y otros lugares.

Vinos de Rioja, de Rueda, del Duero, catalanes, canarios, gallegos, manchegos y de creciente difusión los que se cosechan en Madrid. En este campo es donde los españoles han avanzado más. Cualquiera es un entendedor o un improvisado sumiller dispuesto a discutir el aroma e incluso la resonancia de un buen caldo.

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