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Reportaje:UN PROYECTO EUROPEO

Una monarquía demócrata

La Corona, vínculo de una España autonómica sometida a intensas fuerzas centrífugas

"Mayo 2004. Madrid, testigo de la historia". La frase, que ilustra los carteles con los que se anuncia el enlace matrimonial del heredero de la Corona, el príncipe Felipe de Borbón y Grecia, con la periodista Letizia Ortiz Rocasolano, no es tan exagerada como podría parecer. Una boda real es, por definición, un hecho histórico, y cada vez más infrecuente en un mundo que tiende a arrinconar ese sistema político como si fuera una pieza de museo. En Madrid, capital de un Estado semifederal, no se celebraba un enlace así desde que el rey Alfonso XIII contrajera nupcias con Victoria Eugenia Julia Ena de Battenberg, en la iglesia de los Jerónimos, en 1906. En el siglo que media entre aquella boda y la que se celebrará el 22 de mayo de 2004, España ha recorrido un tortuoso camino político, pasando de la Monarquía a la República, de ésta a una Guerra Civil, seguida por una larga dictadura para regresar, de nuevo a la Monarquía, rescatada del exilio por el propio dictador, Francisco Franco, y convertida en parlamentaria gracias a su engarce constitucional.

La boda abre nuevas expectativas para la Monarquía más allá del 'juancarlismo'
"Es la única institución que permitió un enlace entre el franquismo y la democracia"
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El profesor Fernando Vallespín lo resume diciendo que "la Monarquía es la única institución que permitió establecer un enlace jurídico y político entre el franquismo y la democracia instaurada por la Constitución española de 1978". Crear un cierto espíritu monárquico en un país de sentimientos no siempre favorables a la Corona fue uno de los retos de la transición política. El rey Juan Carlos I carecía de buenos avales habida cuenta de que su principal respaldo había sido el general Franco. Con años de paciencia y grandes dosis de discreción y simpatía personal, el Rey consiguió ese grado de popularidad necesario para consolidar el trono. Su estilo campechano y su simpatía conquistaron al pueblo, que abrazó una especie de juancarlismo militante, reforzado por la defensa constitucional que hizo el Monarca en el intento de golpe militar del 23 de febrero de 1981. Pero, superado el escenario crítico de la transición, la Monarquía española se ha tenido que enfrentar a nuevos retos. El primero, el de su continuidad más allá de don Juan Carlos; el segundo, las dificultades inherentes a ser Rey de España en un país del que una parte de la ciudadanía pone en duda a diario su propia existencia nacional.

La boda del príncipe Felipe de Borbón con Letizia Ortiz Rocasolano viene a superar el primer reto, abriendo nuevas expectativas de supervivencia a la Monarquía española más allá de un juancarlismo ya muy trabajado. El fenómeno es alentador para los nostálgicos de la Monarquía que quedan en Europa. Pero la Monarquía parlamentaria española tiene una esencia atípica que la aleja de la mayoría de sus parientes europeas, que es lo que la pone en sintonía con el segundo reto: el imperativo de ejercer como institución mediadora entre realidades regionales o nacionales y una idea de España que no les resulte demasiado indigesta. Esta misión lleva asociado además un papel de arbitraje simbólico en la áspera vida política española.

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Tras los terribles atentados terroristas del 11 de marzo pasado en Madrid, correspondió a los Reyes aportar calor y apoyo a los heridos y a los familiares de las víctimas, visitar hospitales y presidir funerales, mientras el Gobierno del PP y la entonces oposición socialista mantenían una de las más duras pugnas electorales de la historia reciente. Por no hablar del permanente encaje de bolillos al que la Corona está obligada para no herir susceptibilidades autonómicas. Hace unas pocas semanas, el Rey se encontró solo durante su visita a un regimiento militar en Álava. Ninguna autoridad de la Comunidad Autónoma Vasca se dignó acompañarle a un acto protocolario en el que estuvo flanqueado únicamente por el ministro de Defensa socialista, José Bono. La inauguración del Foro Universal de las Culturas Barcelona 2004, el pasado sábado, estuvo precedida por la polémica sobre si debía sonar o no el himno nacional, lo que no ocurrió, y ondear la bandera española, que sí se hizo. Aunque la cosa quedó medio enterrada bajo un debate universalista de promoción de la hermandad de razas y culturas.

Los Reyes han salvado uno tras otro estos escollos, con una actitud de necesaria aceptación. La estrategia de la Corona ha sido, seguramente, sabia. Ha contado para ello con el apoyo de las instituciones y de unos medios de comunicación que, en líneas generales, han mantenido siempre un férreo pacto de silencio en torno a los asuntos privados de palacio. Don Juan Carlos y doña Sofía se han visto obligados a ser no sólo embajadores de España en el extranjero, sino dentro del propio país y, en este segundo caso, con las manos más atadas que en el primero.

Por si estas dificultades fueran pocas, los Reyes han tenido que criar a sus hijos en un contexto social que excluye casi por completo los matrimonios pactados. La mayoría de los herederos a tronos europeos se han saltado tradiciones y linajes para crear familias bastante parecidas a las de clase media. En España ocurrió con las infantas, doña Elena y doña Cristina, pero sus elecciones matrimoniales se interpretaron, en principio, como una prerrogativa de las infantas, ninguna de las cuales, por motivos constitucionales, tenía opción al trono en vida del hermano menor, don Felipe. El anuncio, en noviembre pasado, del noviazgo del Príncipe ha confirmado que en la Familia Real cuentan, sobre todo, los argumentos sentimentales, sin sujeción a antiguas exigencias dinásticas.

Este despliegue de fe democrática sólo tiene un obstáculo: la discriminación por sexo en la sucesión a la Corona, sancionada en la propia Constitución de 1978. Pese a su garantismo y a su fervor igualitario, la Carta Magna optó por importar los principios sucesorios de la vieja monarquía española, que -una vez derogada la Ley Sálica, impuesta por el primer Borbón, Felipe V, en el siglo XVIII, que impedía el acceso de las mujeres al trono- privilegia al varón sobre las mujeres. Son muchos los partidarios de eliminar esta discriminación, empezando por el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, que se ha comprometido a subsanarla.

La complejidad legal de este cambio encierra, sin embargo, un peligro para la Monarquía. Todavía en noviembre del pasado año, Izquierda Unida de Euskadi anunciaba su proyecto de "Estatuto autonómico para una comunidad federada vasca al Estado federal español", que incluye en su articulado la abolición de la Monarquía. Y el éxito electoral de Esquerra Republicana de Catalunya tampoco presagia un fortalecimiento de la tendencia monárquica en una zona clave del país como Cataluña.

En estas circunstancias, resulta complicado acometer cambios en la línea sucesoria al trono (título II de la Constitución), que deben hacerse previa aprobación parlamentaria (con los votos favorables de dos tercios de los diputados y de los senadores), pero que exigen además la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones, de manera que el nuevo Parlamento vote a su vez el cambio, que necesita, por añadidura, el refrendo popular en referéndum. Un proceso que podría surtir efectos desestabilizadores, y que la mayor parte de los constitucionalistas consideran poco conveniente en estos momentos.

Si queremos reformar la Monarquía conviene recordar, como ha escrito Francesc Pau i Vall, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Pompeu Fabra, que "una monarquía reformada es una república". Mientras tanto, el Príncipe heredero ha puesto todo de su parte para lograr un efecto modernizador en la Corona al elegir como futura reina a una española del común. Una periodista de 31 años, hija de padres divorciados, divorciada a su vez, que nunca había frecuentado los ambientes de palacio. Con este matrimonio que tanto puede hacer por la consolidación de la Monarquía más allá del juancarlismo, don Felipe se convierte, paradójicamente, en un heredero tan poco apegado a ciertas tradiciones dinásticas y con un talante tan plebeyo que hasta podría pasar por republicano.

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