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Columna
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Energía sin fronteras

Zaha Hadid no es feminista, o al menos no responde al perfil canónico de las defensoras del género excepto en su carácter combativo. Aunque haya tenido lugar en un escenario dominado por los hombres como es el de la arquitectura, su lucha ha sido otra bien distinta. Y parece estar a punto de ganar la ardua batalla que libraba: en vez de diseñar pabellones de exposición y escenografías para conciertos pop, llevará a cabo desde una estación de alta velocidad a un teatro de ópera. Este cambio en su trayectoria no puede atribuirse sólo a reconocimientos recientes como el Premio Pritzker -sin duda, el galardón profesional más prestigioso, concedido este año por primera vez a una mujer-; viene gestándose desde mediados de la década de los noventa y ha ido haciéndose cada vez más evidente: en el pequeño intercambiador de transportes que realizó a las afueras de Estrasburgo -premio europeo Mies van der Rohe en 2003-, la pista de saltos de esquí del monte Bergisel en Innsbruck y, sobre todo, en el Centro de Arte Contemporáneo Rosenthal, en Cincinnati, su mayor obra hasta la fecha.

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De origen iraquí y formada en la prestigiosa Architectural Association de Londres -donde recibió clases de Rem Koolhaas-, Zaha Hadid ha convivido largamente con una irritante paradoja: formar parte de la élite de la arquitectura sin poder hacer realidad sus proyectos más rompedores o de mayor escala. El de la Ópera de Cardiff, que ganó frente a Foster, Moneo, Botta y Koolhaas y acabó cancelándose, ha sido la mayor decepción de su carrera, nunca del todo compensada por el abrumador éxito mediático de sus arquitecturas dibujadas, explosivas y dinámicas, herederas en sus recursos compositivos y gráficos de la vanguardia rusa. Más allá de su escasa producción edificada, esa presencia continua en revistas y exposiciones permite detectar una evolución en la carrera de Zaha Hadid, que acaba disolviendo los ángulos agudos característicos de la primera etapa en pos de la fluidez de los espacios, y para establecer nuevas relaciones de los edificios con su entorno. Cada proyecto se propone como una nueva topografía, un paisaje que descubre y pone de manifiesto el campo de flujos y fuerzas latente en el lugar.

Europa, América y Asia se disputan ahora la atención de Zaha Hadid, que a sus 53 años vive una auténtica vorágine de encargos, muchos de los cuales ha obtenido en grandes concursos internacionales: edificios museísticos o musicales en Roma, Copenhague, Oklahoma y Guangzhou, y para el transporte en Nápoles, Salerno y Durango; remodelaciones urbanas en Barcelona, Pekín y Bilbao... Generosa a la hora de importar arquitecturas, España ha logrado en ocasiones algunas de las más destacadas realizaciones de sus autores, como en los casos de Norman Foster con la torre de Collserola y el metro de Bilbao, de Álvaro Siza, con el Centro Gallego de Arte Contemporáneo, y de Frank Gehry, con el Guggenheim. Sólo cabe esperar que alguno de los proyectos españoles de Zaha acabe por ser también una de sus mejores obras.

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