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Tribuna:LA POLÍTICA LINGÜÍSTICA
Tribuna
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Garantizar el bilingüismo

Estima el autor que el Departamento de Educación considera el bilingüismo antes un deber que un derecho de los ciudadanos.

Ésta era la justificación que nuestra consejera de Educación, Anjeles Iztueta, alegaba hace unos días para la enésima vuelta de tuerca en el proceso de imponer el euskera en la enseñanza: hay que garantizar el bilingüismo, lo que no se conseguiría, según ella, mientras exista un modelo optativo de enseñanza íntegra en castellano. Esta justificación, aparentemente razonable, suscita a poco que se analice multitud de dudas, derivadas precisamente de la polisemia de los términos utilizados por la consejera: garantizar y bilingüismo.

Antes de abordar este análisis de significados, he de confesar que lo hago desde un cierto escepticismo: ¿Tiene algún sentido práctico entrar a discutir la justificación gubernamental de una política de asimilación cultural como la que vivimos cuando la inmensa mayoría de la población parece haberla aceptado con pasmosa naturalidad y mansedumbre? Quiero creer que sí, aunque sólo sea porque el pensamiento crítico presta siempre un servicio público. Más aún en una materia que se quiere mantener protegida de toda discusión, con el curioso argumento de que "el euskera debe quedar al margen de la política". ¡Cuando precisamente casi toda la política cultural que hace el Gobierno gira en torno a él! En el ámbito público la cuestión del bilingüismo aparece como un verdadero tabú, de forma que se ha conseguido que la política lingüística esté permanentemente excluida de la agenda de lo políticamente debatible. Y no se olvide que el poder en una sociedad moderna no consiste tanto en la capacidad de imponer las soluciones que se desean cuanto en la de controlar qué cuestiones acceden a la categoría de problemas públicos y cuáles no (agenda setting).

Se ha conseguido que la política lingüística esté excluida de la agenda de lo políticamente debatible

¿Qué puede entenderse por bilingüismo?. Primera acepción posible: el bilingüismo es un hecho, una realidad social con la que nos topamos al mirar en derredor: en nuestra sociedad se hablan dos idiomas distintos. Segunda: el bilingüismo es un derecho, el derecho de todo ciudadano a poder vivir en la lengua que escoja libremente y, por ello, a ser atendido por cualquier institución pública en ella. Tercera posibilidad: el bilingüismo es un deber, una obligación de los ciudadanos: todos deben, a la larga, ser bilingües. Parece claro que, cuando la consejera utiliza la garantía del bilingüismo como justificación de sus decisiones, lo hace desde la perspectiva de este último significado, puesto que asume implícitamente que la acción del Gobierno debe lograr un resultado: que los alumnos sean efectivamente bilingües. Pero precisamente lo que habría que justificar previamente es cómo hemos llegado a deslizarnos desde la primera y segunda acepciones a la tercera; explicar cómo un derecho ha llegado a convertirse en un deber.

Además, la polisemia no acaba aquí, sino que presenta un segundo plano a desbrozar: quién es el sujeto del que predicamos la condición de bilingüe. Porque podemos predicarlo tanto del colectivo como del individuo, pero las consecuencias de una u otra acepción son profundamente diversas. Parece evidente que el bilingüismo como hecho es algo que afecta a un colectivo, a una población en su conjunto: el pueblo vasco es bilingüe, es decir, hay ciudadanos que hablan un determinado idioma y otros que hablan otro distinto. Pero la consejera nacionalista lo entiende de otra forma, lo exige como un hecho individual: es el ciudadano el que debe ser personalmente bilingüe. De nuevo un deslizamiento inexplicado pero de enorme trascendencia: al pasar del fenómeno colectivo al dato individual resulta que a cada ciudadano se le exige convertirse en una reproducción en miniatura del sujeto colectivo. Este es precisamente el rasgo irreductible que separa la comprensión nacionalista de la sociedad de la liberal: para ésta la sociedad es una colección de individuos, para aquella es un individuo colectivo (Louis Dumont).

La conclusión que se deriva de la conjunción de estos dos deslizamientos de significado (el bilingüismo como deber exigible a todo individuo) es inadmisible. A no ser que se recurra (y hay quien lo ha hecho) a la desmesurada afirmación de que mi derecho personal de hablar una lengua determinada exige como condición de posibilidad que todos los demás la hablen también, para estar en condiciones de comprenderme. La única posición sostenible desde una comprensión cívica (no étnica) del hecho nacional es la de que el bilingüismo es un dato social cuyo obligado reconocimiento por el Estado genera unos derechos individuales. Lo único que legítimamente puede hacer el poder público es garantizar las condiciones objetivas necesarias para que ese derecho pueda ejercitarse efectivamente. Pero no puede ir más allá y tratar de imponer el hecho social a todas las personas, convirtiendo lo que es un derecho en un deber, y lo que es un fenómeno social en una condición personal.

Es significativa en este punto la muy diferente aproximación al fenómeno que nuestros gobernantes han plasmado en el campo de los medios audiovisuales públicos. En un campo en el que la libertad de opción del ciudadano es incoercible (y probablemente debido precisamente a ello), no han pretendido crear un medio en sí mismo bilingüe, sino que han optado por la pluralidad monolingüe televisiva o radiofónica. Lo que manifiesta patentemente cómo actúa el bilingüismo cuando no es susceptible de manipulación desde el poder.

Claro, me diría sin duda el defensor de la política gubernamental, es muy cómodo para un castellanohablante reclamar la limitación del poder en estas cuestiones, pero su argumento esconde que lo hace desde una realidad cultural en que el bilingüismo no es simétrico, sino fruto de un proceso histórico en el que uno de los idiomas se ha impuesto o fomentado desde el poder, lo que ha producido una situación de minorización del euskera. Pero esa historia no sólo no puede olvidarse, sino que precisamente por ella es correcto que ahora se aplique una política de desigualdad a la inversa, para lograr la recuperación de la lengua minorizada (Gurutz Jáuregui). Sin embargo, el argumento de la compensación histórica sólo puede tenerse de pie si se toma a la lengua misma (o a la nación, al pueblo, o cualquier otro ente colectivo) como unidad de valoración moral: la lengua vasca fue discriminada en el pasado, luego es legítimo aplicar ahora una política de discriminación positiva en su favor, se nos dice. Pero es que nunca se ha discriminado a una lengua, sino a sus hablantes (Félix Ovejero). El único sujeto relevante a la hora de decidir sobre la legitimidad de una política de discriminación positiva son las personas reales y concretas. Precisamente por ello, es generalmente admitido que la técnica jurídica de la discriminación positiva no puede jamás pretender justificarse en agravios pasados o históricos si éstos no se traducen actualmente en una situación de perjuicio comparativo para el grupo afectado.

Un ejemplo lo desvela mejor que mil argumentos: de creer la versión de la historia que se nos propone, aquellos de mis abuelos que hablaban vascuence fueron presionados o discriminados para no transmitirlo a mis padres. Curiosamente, el perjudicado final por esta privación soy yo, precisamente la misma persona a la que se vuelve a discriminar ahora a la hora de acceder a un empleo público. Mientras que se discrimina positivamente a aquellos que, gracias a que no fueron discriminados sus antepasados, han conservado el idioma. Un buen ejemplo de la parábola evangélica de "a quienes ya tienen, se dará más", o de cómo reparar una injusticia para con un muerto con otra injusticia sobre un vivo.

Quizá sea interesante reseñar que en la historia occidental de las ideas políticas se ha utilizado en una sola ocasión la imagen plástica de la sociedad como un individuo colectivo, un magnus homo compuesto de una miríada de individuos más pequeños a su imagen y semejanza. La figura representativa de ese deus mortalis aparecía en la portada de un libro publicado en 1651, que se convirtió en una imagen mítica de imperecedero y vigoroso impacto en el pensamiento venidero. El libro se titulaba Leviathan y su autor era Thomas Hobbes.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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