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Tribuna
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Hablemos claro

Creo que la primera vez que oí mencionar la noción de "daños colaterales no deseados" fue en ocasión del bombardeo de Yugoslavia por la OTAN. El personaje que las utilizó perdió toda mi consideración política y humana. Por "daños colaterales" se entendía la muerte de miles de personas de ambos sexos y diversas edades, la destrucción de edificios, puentes, vías de comunicación y centrales eléctricas. Y el menosprecio que expresaban esas palabras por la vida humana y por las riquezas producidas por el esfuerzo de un país me pareció un escarnio vergonzoso, una cínica manera de disimular los horrores de la guerra, de privarles de importancia, algo tan trágico y tan inadmisible para el espíritu humano. Parecía como si entráramos en una nueva época en la que se otorgara categoría de normal a algo que siempre había sido considerado con horror, o por lo menos púdicamente disimulado.

El planeta estaba lleno de "daños colaterales". En el continente africano habían estado desarrollándose guerras horribles, auténticos genocidios, que, junto con el hambre o con enfermedades como el sida, se habían llevado por delante cientos de miles de vidas. Esta sociedad en que vivimos, tan civilizada y cristiana, hacía muy poco para remediarlo. Nos habíamos acostumbrado a presenciarlo como una curiosidad de pura rutina en la televisión. También era cotidiana la muerte en Palestina, donde muchachos árabes se defendían con piedras de los tanques israelíes, que disparaban con sus cañones y ametralladoras, mientras había mártires que se inmolaban para causar la muerte de israelíes inocentes y Sharon cazaba desde helicópteros militares a los considerados terroristas y destruía a cañonazos viviendas familiares y convertía al territorio palestino en un gueto sangriento.

Y un día terrible sucedió lo inexplicable: las Torres Gemelas de Nueva York, símbolo de la finanza dominante, y el Pentágono, centro del mayor poder militar, fueron atacados por pilotos suicidas que no llegaban del exterior, se habían formado en escuelas de pilotaje americanas y utilizaron aviones comerciales americanos como proyectiles.

Se trataba quizá del golpe terrorista más audaz y brutal conocido en la historia. ¿Cómo llegaron a disfrutar de tantas facilidades en un país famoso por la importancia de sus servicios de información? La respuesta nos vino de diversas fuentes norteamericanas. Resulta que la familia Bin Laden había sido consocia de la familia Bush en negocios petrolíferos comunes. Y por otro lado, Bin Laden y Al Qaeda habían colaborado estrechamente con la CIA en Afganistán frente a la invasión soviética y es notorio que muchos terroristas de Al Qaeda habían sido formados en prácticas terroristas por los especialistas de la CIA. Se trataba, pues, de una vieja colaboración que cabe suponer comenzó a transformarse en enemistad entre otras cosas por el impacto del conflicto israelo-palestino y el posicionamiento de Bush a favor de Sharon.

Esto no es exagerar la trascendencia del conflicto israelo-palestino. Si en Europa, por ejemplo, ha conseguido dividir a la opinión pública y una mayoría de ésta es claramente simpatizante de la causa palestina, ¿cómo extrañarse de su repercusión profunda en el mundo árabe suscitando movimientos solidarios profundísimos, en algunos casos rayamos en la violencia, dadas las afinidades de historia y de cultura? ¿Cómo extrañarse de que haya miles de árabes dispuestos a sacrificarse por esa causa? Quiero traer a cuento el recuerdo de otro conflicto, hace cerca de setenta años, la Guerra Civil española. Entonces, decenas de miles de personas de todo el mundo vinieron a morir en la tierra de España, en las Brigadas Internacionales. Y en aquel caso no influían afinidades religiosas, ni de historia, ni de etnia, que suelen ser causa de motivaciones a veces muy radicales.

Con esto lo que pretendo sugerir es que contra la política de los Sharon y los Bush hay no sólo excusas, sino razones para que en ese mundo que he citado haya masas -y estamos viendo que las hay sólo con mirar la televisión- movidas por la convicción de que existen grandes potencias occidentales -y particularmente los EE UU- dispuestas a sojuzgar a los pueblos árabes e islámicos. Por lo cual, si queremos obrar racionalmente el fenómeno del terrorismo islamista, no puede ser visto exclusivamente como la obra de unos cuantos criminales; tiene detrás también la inquietud de millones de islamistas, que sin ser terroristas temen que todo cuanto representa su civilización, su libertad, su modo de vida, esté amenazado.

Y lo que torna más grave la situación es que no se trata de dos mundos geográficamente separados. Los europeos vivimos en una punta del continente euroasiático y el interior de nuestras sociedades lo conforman también de pleno derecho millones de árabes y de islamistas. Y permítanme -sin que sirva de precedente- que yo cite aquí un pensamiento expresado hace días, tras el horrible atentado de Madrid, por una personalidad del PP, el alcalde Ruiz-Gallardón: "Nosotros somos ellos y ellos son nosotros". Y además queremos que esto siga siendo así por los siglos de los siglos.

Pero ¿cuál es la respuesta de los EE UU, de Bush y de sus epígonos frente a los actos de terrorismo de origen islamista? La respuesta es otro terrorismo, más sistemático, apoyado en la sofisticada técnica moderna de armamentos, el terrorismo de los modernos Estados poderosos que repiten el mito de Goliat contra David. Un terrorismo que ni siquiera puede aducir la aureola romántica del sacrificio personal propio, pues el soldado que ejecuta la orden burocrática desde un artefacto moderno y poderoso, si por azar muere, lo hace de manera anónima y silenciosa y porque su máquina ha tenido un fallo. Con pena y sin gloria.

La política y la estrategia de Bush son un tremendo dislate político, intelectual y humano. Hubo un tiempo, cuando la ciencia y la técnica no habían llegado al nivel de hoy, en que el planeta era un espacio inmenso, en el que las potencias coloniales se distribuían el mundo con cierta comodidad. Hoy, el planeta es mucho más pequeño y los antiguos colonizados están aquí entre nosotros. Considerar la lucha contra el terrorismo como una tercera o cuarta guerra mundial, ése es el gran dislate, el error trágico de Bush y de quienes le han seguido.

Creo que a estas alturas debería estar claro que proclamar la guerra mundial no lleva más que a una agravación y extensión del fenómeno. ¿Por qué no reconocer claramente que en la machada de Aznar, uniéndose con Bush y Blair para declarar la guerra a Irak cuando no tenía armas ni preparación militar para respaldar el compromiso, estáel origen del 14-M? Visto desde su lado, los terroristas podrían también considerar el luctuoso suceso como un 'daño colateral' indeseable y quedarse tan tranquilos, como se quedan algunos políticos y generales en Occidente cuando justifican igualmente muertes de inocentes. Pero no nos ceguemos estúpidamente; miremos de frente los peligros reales que nos amenazan con esa política. Hoy se compran y se venden con dinero las armas más sofisticadas, porque hay gentes que se enriquecen con ese negocio como uno más en el mundo del Mercado-Rey. Los relatos de ciencia ficción e incluso las previsiones de algunos estrategas de la guerra mundial han admitido hasta la posibilidad de que el terrorismo utilice armas biológicas e incluso bombas nucleares miniaturizadas en actos criminales. ¿Alguien ha pensado bien lo que esto podría significar? ¿Hay en el mundo civilizado algún Gobierno, o incluso sistema político, capaz de resistir una catástrofe de ese tipo sin provocar una reacción explosiva de su pueblo? En este mundo hay políticos y estrategas que juegan irresponsablemente con fuego. Es un juego peligroso que los españoles han dicho ya que no quieren seguir. Otros pueblos -no desespero de que entre ellos esté también pronto el norteamericano- posiblemente van a seguir nuestro ejemplo. Para ello quizá hace falta un relevo profundo de los líderes políticos y de los partidos. ¿Hay que defenderse del terrorismo? Evidente. Parece que la policía española, en su ámbito, es capaz de hacerlo bien. Y en el terreno de la información, de la policía y de la justicia, todas las colaboraciones son imprescindibles. Pero la ONU no puede echarse a las espaldas la carga de los errores que Bush cometió ignorando deliberadamente el criterio del Consejo de Seguridad. No puede terminar cubriendo el error de Bush. Cualquier solución a cargo de la ONU debería suponer la retirada de las tropas americanas y occidentales, su sustitución por tropas de países árabes, por un tiempo limitado, apoyando a un Gobierno auténticamente iraquí, que recupere las empresas entregadas en este año de ocupación como botín de guerra a negociantes extranjeros y con ellas la soberanía nacional. La ONU tiene otras cosas en que pensar. En primer lugar, en qué queremos hacer de este planeta. ¿Un mundo de guerra o un mundo de paz? ¿Un imperio norteamericano o una unión de pueblos libres que colaboren entre sí y que se beneficien de los progresos hechos por los más desarrollados? ¿Cómo vamos a responder constructivamente a la integración continua de razas, etnias y culturas? ¿Mestizaje en todos los órdenes aprovechando lo mejor, o imposición por la fuerza de unos sobre otros? Y ése es ya un problema de hoy, que no admite demora. Nos lo muestran las iniciativas de entidades que intensifican la organización de foros para el encuentro de las diversas culturas. Nos lo muestra la reacción de los madrileños, atentos a que el racismo no sea la respuesta a los crímenes. Hay que salir de Irak y pensar seriamente Afganistán. Hay que renunciar a las aventuras coloniales y no digamos a las tartarinadas grotescas del tipo Perejil. Occidente ya no puede marchar hacia la conquista militar de Oriente. Yo diría que hay una palabra clave para empezar a encontrar una salida en serio a este laberinto: Palestina. El mundo entero tendría que comprometerse a que convivan allí cuanto antes dos Estados en paz: Israel y Palestina. Por ahí empezaríamos a desmontar seriamente la espoleta del terrorismo internacional.

Santiago Carrillo, ex secretario general del PCE, es comentarista político.

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