La España que piensa
Una de las acusaciones más graves de esos días llenos de acusación es aquella que señala la cobardía de la sociedad española por haberse plegado, con su voto, ante el terrorismo internacional. De acuerdo con esta tesis, el 14 de marzo los ciudadanos eligieron la opción que más pudiera alejarles de un nuevo y terrorífico 11 de marzo sin tener en cuenta, débiles y egoístas, los intereses generales del mundo civilizado. Vale la pena ahondar en la génesis de una acusación tan llamativa y, por supuesto, tan infamante.
Dio la señal, si no recuerdo mal, The Wall Street Journal, al día siguiente de las elecciones, con un largo comentario en el que se condenaba sin paliativos el desacertado camino del electorado español. El transfondo moral era inequívoco: una entera comunidad se había envilecido precisamente al hacer un uso erróneo de su libertad. De inmediato, a la sombra del gran tótem periodístico del capitalismo, se oyeron las proclamas de los spin doctors, doctores de la confusión, lanzados en jauría sobre una presa -un "pueblo soberano" nada menos- que no estaban dispuestos a soltar mientras no se declarara arrepentida del falso camino elegido. Los neoconservadores norteamericanos fueron seguidos, algo después, por sus imitadores británicos y varios periódicos londinenses publicaron furiosos análisis en la misma dirección acusatoria. Empezaba así la vasta operación, aún incipiente, que pretende crear un complejo de mala conciencia civilizatoria en España para impedir la ruptura de un frente bélico que sufriría un fuerte impacto simbólico si dejan Irak las tropas españolas. Nos veremos confrontados, en su transcurso, a la paradójica perversión de que abandonar una guerra ilegal sea un acto asimismo ilegal, según se ha precipitado a insinuar Bush, sin atender, obviamente, a la propia ley. Si las Naciones Unidas no fueron tenidas en cuenta para declarar la guerra, tampoco la ciudadanía española debe serlo, ahora, cuando intenta cancelar en la práctica una participación que moralmente había ya condenado. La operación, a no dudarlo, continuará con más y más intensidad.
Lo más ejemplar, sin embargo, desde el punto de vista del patriotismo español llegó a continuación cuando, pasado el shock inicial que los hizo aparecer como boxeadores noqueados a punto de caerse en el rincón del cuadrilátero, los dirigentes del Partido Popular, en lugar de protestar contra los insultos de The Wall Street Journal o The Times, se hicieron eco de la acusación de cobardía, primero casi con sordina y luego con griterío. Los grandes defensores de la patria española se convertían así, sin pudor alguno, en los grandes detractores de unos españoles de carne y hueso, y nada esenciales por tanto, que habían tenido la malhadada idea de votar mayoritariamente en su contra. El pobre ciudadano español se había transformado en un cobarde traidor a los "auténticos intereses de España": pocas veces gozaremos de una mejor muestra para calibrar el fundamento de las grandes doctrinas patrióticas.
Naturalmente, a ninguno de esos valientes ejemplares de la especie humana ni a sus mentores norteamericanos o británicos les ha pasado por la cabeza enfrentarse a la excepcional valentía representada por ellos mismos cuando desempeñan la labor de destructores en guerras ilegítimas. Ninguno, por supuesto, se ve a sí mismo con las manos llenas de sangre entre heridos que aúllan y cadáveres amontonados sobre los escombros. En sus despachos no se mutila, de allí sólo surgen las órdenes para mutilar. Eso, además de ser limpio, les permite acercarse al espejo del fondo y verse reflejados en él como valientes. En la guerra, los soldados matan, mueren y son tragados por la amnesia; pero los burócratas de la guerra, sin riesgo de matar o morir, quieren ser recordados por su invencible valentía.
Mal asunto cuando el mundo se divide entre cobardes y valientes, una de las más expeditivas formas de dividir entre maldad y bondad, porque entonces todo aparece justificado. La valentía pura es la santidad pura. No olvidemos que ese horror encarnado que es el terrorista se considera la quintaesencia de la valentía porque, al creerse en posesión absoluta de la verdad -religiosa, ideológica, nacional-, no tiene nada que perder. El hombre libre, por el contrario, necesariamente siente miedo porque sabe que no hay una frontera definitiva entre el mal y el bien. Y su valentía no es el fruto de la ausencia del miedo -¡por Dios!, ¡por la Patria! o, aún más castizamente, ¡por Cojones!-, sino de su presencia y de su ánimo por vencerlo, justamente, para defender su libertad.
Es imprescindible, desde luego, que se apele al coraje si se quiere hacer frente a la peste, ya universal, del terrorismo. Pero el coraje no consiste únicamente en la lucha y en el sacrificio para aumentar la propia seguridad, sino también en la capacidad para indagar en las semillas del terror. Coraje es defenderse, y coraje es mirar cara a cara los rostros del odio y denunciar los intereses económicos y políticos que durante tantos años han contribuido a dibujarlo. No hemos oído a los valientes globales, que ahora dan lecciones al mundo, hablar de su inmensa cobardía cuando eran cómplices de los terroristas Sadam Husein o Bin Laden, o cuando recientemente, con Aznar como mensajero, han restablecido complicidades con el terrorista Gaddafi.
Que en su reacción a la derrota electoral el Partido Popular se ha hecho resonancia del argumento de la "cobardía del terrorismo" lo demuestran las sorprendentes consignas coreadas por los seguidores de ese partido en varias ocasiones y, singularmente, en la manifestación del pasado día 17 ante su sede de Madrid. Sobre el fondo de la más repetida, "¡Habéis ganado por el atentado!", destacó una verdaderamente rica en interpretaciones: "¡Aquí está la España que piensa!".
La que no piensa debe ser, seguramente, la España acobardada por el terrorismo y, además, según se deduce, la "inculta". Como es difícil introducirse en el cerebro de ese organismo llamado España, cuesta averiguar las honduras semánticas de los exaltados militantes del Partido Popular. No pongo en duda que una parte de esa España no piense, pero lo que me parece escandaloso es que la otra parte -ellos- se considere pensante y, con toda probabilidad, bienpensante.
Durante los ocho años de gobierno del Partido Popular, la vida pública ha alcanzado sus cotas culturales más bajas, hasta el punto de que se ha hecho consistente la amenaza del pensamiento cero. Quizá sería injusto atribuirle todo el mérito a aquel Gobierno, pero no hay duda de que sí es responsable de una parte importante de la devastación intelectual del país. Ajena a toda capacidad crítica en el Parlamento, la Administración de José María Aznar ha llevado a las últimas consecuencias la desertización de la educación y la estupidización de la televisión pública, un verdadero apocalipsis de la mente. Acaso haya sido ese sórdido logro el que ha liquidado el cerebro de media España.
Con todo, la hipótesis más convincente es que esa "España que piensa" que coreaban los militantes populares sea tan creíble como aquellas explicaciones de hace un año sobre las armas de destrucción masiva o como las recientes del ministro Acebes sobre la masacre de Madrid. Un farol. Un farol a destiempo de un mal perdedor.
Rafael Argullol es escritor y filósofo.
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