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Crítica:EL PAÍS AVENTURAS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Las lágrimas del héroe

EL PAÍS ofrece mañana, lunes, por 1 euro, 'Miguel Strogoff', de Julio Verne, la epopeya del osado correo del zar

"¡Un correo, al instante!", reclama el zar. Sólo un hombre en toda Rusia posee la cabeza y el corazón para cumplir la misión imperial. Recorrer los 5.523 kilómetros de Moscú a Irkutsk, capital de Siberia oriental, atravesando el territorio ocupado por los salvajes invasores tártaros, para entregar el mensaje que impedirá la caída de la incomunicada ciudad. Una carta, un hombre, una misión peligrosa y el coraje para afrontarla ("¡yo llegaré!", repite como un leit motiv el protagonista). ¿Quién no ha soñado con ser ese hombre, con ser Miguel Strogoff? Hasta Jean-Paul Sartre envidió su destino.

Personaje aparentemente de una pieza, sólido y fiable como su puñal siberiano, ostentador del "valor sin cólera de los héroes", ante el capitán Strogoff todos parecemos pusilánimes. "Posee cuanto hace falta para triunfar allí donde otros fracasaron", informan al zar sus asesores. Miguel Strogoff, "cuerpo de hierro y corazón de oro", oficial del cuerpo especial de correos imperiales, excelente jinete, 30 años, natural de Omsk, ya ha resuelto otras misiones difíciles. Su progenitor, Pedro Strogoff, era cazador de osos y junto a él Miguel cobró el primero de los suyos, a cuchillo, a los 14 años. Es un tipo decidido, alto y apuesto, de larga cabellera con bucles, y su devoción por Rusia y por "el Padre" (el zar) está fuera de toda duda.

Hay una fisura en el valiente que compromete la misión: el amor a su madre
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Y, sin embargo, hay una fisura en el valiente que le conducirá casi al fracaso: el amor que profesa a su madre. Ese amor, por el que abandona durante un momento decisivo su deber, y las lágrimas que le brotarán por dos veces en la novela -de humillación unas, de pena las otras (que le salvarán de ser cegado por un sable al rojo vivo)-, humanizan al personaje y nos brindan una vía para la identificación. Un héroe que llora, al cabo, podría ser uno de los nuestros.

Lanzado a la empresa como un huracán, Miguel Strogoff cubrirá el largo y peligroso trayecto por los más variados medios (tren, tartana, vapor, caballo, balsa, a pie, nadando y ¡encaramado en un témpano de hielo!), bajo identidad falsa y acompañado buena parte del camino por la bella y resuelta hija de un deportado letón, Nadia Fedor, que se hace pasar por su hermana -y de la que se enamorará-. Está todo dispuesto, como se ve, para la aventura con mayúsculas. El héroe, el viaje, el peligro, los disfraces, la chica, los grandes secundarios: los inolvidables reporteros Blount y Jolivet -alguien ha apuntado la paradoja de que la prensa envíe dos periodistas y el zar sólo un correo-, la sensual y letal gitana Sangarre, el flemático telegrafista Nicolás, enterrado vivo por los tártaros...

¿Qué es la aventura sin un buen rival? Uno de los secretos de Miguel Strogoff es la extrema calidad de los malvados. La invasión tártara, completamente inventada por el autor y que Turgueniev juzgó inverosímil -Verne no concreta ninguna fecha, pero se ha podido establecer que Miguel Strogoff (1876) transcurre hacia 1850, durante el reinado de Nicolás I, cuando era el Turkestán el que sufría la presión rusa y no al revés-, la conduce el terrible emir del kanato de Bukhara, Féofar Khan, inspirado seguramente en el cruel príncipe Nasrullah. Pero no es Féofar, pese a su ferocidad, el principal adversario, sino el peligroso renegado Iván Ogareff (un apellido de significativa sonoridad -Ogareff / ogro- que remite al de otro Ogareff, Nicolás Platonovitch, el nihilista amigo de Bakunin). El coronel Ogareff, que "goza imaginando emboscadas", constituye el perfecto reverso oscuro de Strogoff, su doble siniestro.

La carrera de obstáculos hacia Irkutsk empieza un 15 de julio con un calor insoportable y concluye 79 días después, el 2 de octubre, cuando los ríos ya se hielan. Entre esas dos fechas, en la tensa raya sobre el mapa del trayecto del correo del zar que sustituye a la cortada línea telegráfica, discurre la aventura. A lo largo de su periplo, nuestro héroe, que cae prisionero dos veces, recibe un lanzazo y es supliciado con el sable candente, sólo mata a un tártaro, de un tiro, y al traidor Ogareff, de una puñalada de dudosa calidad esgrimística. Pero acaba también con un oso y varios lobos y afronta una tormenta, un desprendimiento, un ataque artillero y un incendio, además de a los mosquitos de los mefíticos pantanos del Ibaraba.

Magistralmente relatada, rebosante de épica, Miguel Strogoff abunda en escenas bellísimas: la fiesta bárbara en el campamento de Féofar, ese Sardanápalo tártaro, con las incitantes bailarinas ante las que se ciega (doble crueldad) al protagonista en un crescendo de fuego, timbales y estandartes; o la patética marcha del invidente correo como un Edipo de la estepa, tratando de encontrar su camino a través de los territorios devastados.

Strogoff cumplirá su misión, se casará con Nadia y el zar lo agregará a su servicio personal. Ahí se pierde su rastro. Pero nosotros seguiremos para siempre camino de Irkutsk con un mensaje palpitando en el pecho y la esperanza de tener en nuestro haber algo más que un puñado de lágrimas.

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