El rastro fértil de dadá
Imaginen el verano de 1916, Europa desgarrada por una guerra atroz y un oasis, Zúrich, al que acuden, huyendo de la barbarie, gentes de todo el continente. Imaginen una mañana, la del 14 de julio pongamos, y en una acera de la Spiegelgasse, a la puerta de la taberna Meirei, dos personajes enfrentados en una partida de ajedrez. Uno es el poeta rumano Sami Rosenstock, al que todos conocen ya por el seudónimo de Tristan Tzara. El otro, un refugiado ruso, vive en el número 12 de esa misma calle; su nombre, Vladímir Ilich Ulyanov, está a punto de cambiar por el de Lenin.
Leyenda o verdad, la escena ha hecho correr no poca tinta y será recreada incluso en más de un texto escénico, como el Travesties, de Tom Stoppard, o la ópera Zúrich 1916, de Christopher Butterfield. Pues, ante esa paradójica coincidencia de tiempo y lugar, se hará difícil resistirse a la tentación de sugerir una cierta simetría entre ambos arquetipos, entre el instigador de la Revolución de Octubre que, en un año apenas, va a instaurar sobre las cenizas del viejo orden el tiempo de la utopía, y una de las cabezas visibles de otra vorágine que aquella misma noche del 14 de julio del 16, y justo ahí, en el salón trasero de la Meirei, había de tener al fin su verdadera epifanía. Creado, en febrero de aquel año, por dos refugiados berlineses, el escritor y director de escena Hugo Ball y su amante, la cantante y bailarina Emmy Hennings, como plataforma de difusión de nuevas propuestas teatrales, musicales o poéticas, el Cabaret Voltaire, con la celebración de la primera Soirée dada, se adentraba desde ese día en la leyenda.
Con una trama de complicidades que sumaba para entonces, en torno a Ball, Hennings y Tzara, nombres como los de Arp, Richter, Huelsenbech o Janco, y sobre el saqueo del utillaje de otras vanguardias, ya sean la desarticulación y simultaneidad cubistas como el dinamismo, el bruitismo y los alardes tipográficos de los futuristas, la irrupción de Dadá y su inmediato contagio internacional alumbrarán una de las derivas más radicales y corrosivas en la épica de la modernidad . En su agresiva compulsión antiestética, en la renuncia a todo canon y sentido, en la apelación al absurdo y lo inarticulado, la aventura dadá venía a desenmascarar, en el seno de una cultura continental que establece su edificación mítica sobre los ideales de la razón ilustrada y la ciencia empírica, la despiadada entraña irracional que revela el leviatán de una gran guerra que, sólo en aquel verano del 16, acumulará, al arrancar el otoño, más de un millón de cadáveres en las márgenes del Somme.
Mas como suele ocurrir, incluso con esa exacerbada primacía de su estrategia de destrucción, el legado que nace del rastro de dadá resultará, a la postre, insospechadamente fértil. Lo será, desde luego, en los terrenos del ensamblaje y la apropiación, en las poéticas del objeto, en las propuestas fonéticas y el accionismo, como en las derivas experimentales de la danza, el teatro o la poesía, por citar al menos algunas de las deudas más inequívocas. Por todo ello, por su higiénica explosión de libertad como por su fecunda herencia, y aunque no le quepa ser ya sino santuario, parece obligado desear hoy, cuando abre de nuevo sus puertas, larga vida al Cabaret Voltaire.
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