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El Banco Central Europeo en Francfort

Francfort logró la localización de los instrumentos más importantes de la economía europea, pero no resolvió su reurbanización después de la bárbara destrucción de la guerra. Quizá no se pueda exigir que una misma Administración ofrezca ideas brillantes en ambas cuestiones a la vez. El gran capital no tiene por qué ser la garantía de una adecuada ordenación de los bienes colectivos.

La reconstrucción empezó con una idea equivocada: rehacer los escenarios urbanos con la reproducción de las viejas fachadas, como ocurrió en muchas ciudades alemanas y polacas con la pretensión de recuperar así la identidad. El resultado era previsible: la vieja plaza del Ayuntamiento de Francfort es hoy un escenario ridículo, con unas fachadas que parecen de cartón piedra y que esconden unos interiores anodinos, perdidos entre el mal gusto de los años cincuenta y la pobreza ambiental de las imitaciones fracasadas. No se percataron de que la identidad pretendidamente europea sólo se podía recuperar planificando correctamente la nueva ciudad, sin mimetismos estilísticos ni reminiscencias catastrales, pero con la debida referencia histórica estructural. Se aplicaron las nuevas circunstancias sociales y económicas sobre los trazados antiguos y se impusieron las tres habituales enfermedades urbanas: la suburbialización, la monofuncionalidad sectorial y la desconexión tipológica y morfológica entre la arquitectura y la ciudad. La acumulación de vulgares rascacielos desertiza el centro durante media jornada y las periferias residenciales despilfarran el territorio y los servicios.

Hay que reconocer que, paralelamente a la falta de decisiones urbanísticas, la ciudad ensayó con éxito otro tipo de operación: ofrecer contenedores para actividades económicas y culturales confiando en que el valor social de estas actividades marcase por sí solo un valor de urbanidad. El empuje de las áreas feriales y la calidad central de su aeropuerto son los ejemplos más sobresalientes, referenciados por los agentes comerciales de todo el mundo, ya atraídos por el Bundesbank y la Bolsa. Pero hacia las décadas de 1970 y 1980, hubo también una meritoria política de refundaciones culturales -sobre todo en el ámbito de los museos- y se encargaron grandes proyectos a muchos arquitectos de prestigio: Richard Meier (Artes Aplicadas), Mathias O. Ungers (Arquitectura), Gunter Behnisch (Comunicación), Hans Hollein (Arte Contemporáneo), que, junto a las rehabilitaciones simultáneas, alcanzan hoy un conjunto de 22 establecimientos museísticos. Para una ciudad de 600.000 habitantes -aunque en ella se concentre un populoso land- esa oferta es un indicador cualitativo muy importante que ha cumplido, incluso, una función urbanística con una actividad social físicamente integrada.

Ahora se presenta otra ocasión para influir en la estructura urbana de esta ciudad con la construcción de un edificio de singular importancia económica y social: la nueva sede del Banco Central Europeo, con sus 250.000 metros cuadrados de superficie construida. Estos días se ha resuelto el concurso internacional para la adjudicación del proyecto arquitectónico, en el que ha ganado el equipo vienés Coop Himmelblau con un rascacielos en el que se combinan sus gestos estilísticos más habituales: dos cuerpos macizos alabeados de más de 150 metros de altura, entre los cuales se suspende el diluvio torrencial y deconstruido de hierros y cristales que alberga las funciones colectivas. Es un buen proyecto, pero es también la muestra de que, en vez de cambiar el tono urbano de Francfort, se trata de mantener la algarabía del ineludible highrise con formas publicitarias antiurbanas.

Al concurso se presentaron 71 arquitectos, entre los que figuran nombres de gran prestigio (Mecanoo, Perrault, OMA, Maki, Gehry, Morphosis, etcétera). Se seleccionaron 12 para una segunda fase, y entre éstos, solamente dos no proponían el modelo de rascacielos estereotipado y ofrecían unos edificios en cluster, es decir, una arquitectura que organizaba un barrio con calles y plazas muy justificada en el traspaso del centro a la periferia oriental. Los autores de estos proyectos eran el taller barcelonés Miralles-Tagliabue y el grupo danés KHR. Ambos fueron muy pronto descalificados por la mayoría del jurado, precisamente porque no se ajustaban a aquel estereotipo. Alguien afirmó, incluso, que con su modestia formal -¡tan urbana!- el banco no marcaría el hito representativo que se merecía como centro monetario de toda Europa. Este hito, por lo visto, sólo sería moderno si imitaba la arquitectura americana. Aquellos edificios discretos con ventanas y balcones abiertos a una sucesión de plazas y calles les recordaban, dijeron, a la arquitectura soviética. No valoraron los argumentos a favor de una visión específicamente europea de la ciudad ni la necesidad de utilizar un nuevo monumento para recomponer un sector de ese Francfort tan descompuesto. Algunos representantes del banco y de la ciudad se mostraron inquietos porque veían esos proyectos como simples imágenes de las ciudades comunistas más adocenadas, en vez de entenderlos como nuevos manifiestos europeos. Por lo visto, el imperio americano es tan potente que pasa por los subterráneos ideológicos y estéticos de cualquier entidad europea. Ni el Banco Central Europeo ni la ciudad más representativa de la economía continental han sido capaces de entender que se podía defender un concepto urbano propio. Si este concepto sólo les recordaba el estalinismo -es decir, su degradación- es que ya habíamos perdido algunas esencias culturales de Europa. ¿En qué manos hemos depositado los europeos nuestras políticas económicas y nuestros euros?

Oriol Bohigas es arquitecto.

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