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Columna
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El paralelismo de las formas

La definición exclusivamente parlamentaria de las reglas del juego ha sido una de las singularidades de nuestra última transición a la democracia. Pudo no haber sido así, pero así fue. El Gobierno presidido por Adolfo Suárez intentó en un primer momento que la Constitución fuera discutida parlamentariamente con base en un proyecto elaborado por el propio Gobierno. Sería la rebelión parlamentaria frente a tal pretensión la que acabaría conduciendo a que las Cortes se afirmaran como constituyentes de manera exclusiva. Designarían una ponencia que redactaría el proyecto de Constitución con base en el cual se haría el debate y la aprobación del texto que finalmente sería sometido a referéndum el 6 de diciembre de 1978.

El Gobierno andaluz debería de resistir la tentación de ejercer la iniciativa legislativa para la reforma del Estatuto

Coherentemente con esa decisión constituyente, las Cortes establecerían en el texto constitucional un procedimiento exclusivamente parlamentario para la elaboración de los estatutos de autonomía, si bien en este caso sería necesaria la colaboración de los parlamentarios elegidos en las provincias que querían constituirse en comunidad autónoma y la de los parlamentarios de todo el Estado integrados en el Congreso de los Diputados. Pero el ejercicio del poder estatuyente, a semejanza del ejercicio del poder constituyente, tenía que ser exclusivamente parlamentario.

Esta decisión fue de suma importancia en el momento inicial de la transición y continúa siéndolo hoy. El mundo del Derecho está dominado por el principio del paralelismo de las formas. Las normas jurídicas se caracterizan porque son producidas por un órgano siguiendo un determinado procedimiento y porque únicamente pueden ser modificadas o derogadas por el mismo órgano que las creó, siguiendo el mismo procedimiento que siguió en su creación. Este es un principio que rige todo el ordenamiento jurídico sin excepción.

Quiere decirse, pues, que la reforma de la Constitución y la de los Estatutos de Autonomía únicamente debe poder llevarse a cabo a partir de un proyecto elaborado parlamentariamente con base en el cual se produzca el debate y la aprobación ulterior. No es una exigencia que figure en cuanto tal en la Constitución o en los Estatutos de Autonomía, pero es una exigencia que cabe deducir del proceso de elaboración de la primera y de los segundos.

Esta es, entre otras, una de las razones por las que el proyecto de reforma del Estatuto de Autonomía del País Vasco que ha sido remitido al Parlamento para su discusión y aprobación merece ser criticado. Aunque formalmente el Gobierno vasco sea titular de la iniciativa legislativa también en este terreno, materialmente no lo es. El Estatuto de Gernika fue el resultado de un proyecto inicial parlamentariamente consensuado y su reforma debería ser también una consecuencia de una iniciativa parlamentaria asimismo consensuada y no gubernamental.

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Ha sido correcta, por el contrario, la decisión adoptada en Cataluña esta misma semana de que sean los grupos parlamentarios constituidos tras las últimas elecciones autonómicas los que designen una ponencia que elaborará el proyecto de Ley de Reforma del Estatuto, que se debatirá y aprobará, en su caso, por el pleno de la Cámara, a fin de su negociación ulterior con la comisión constitucional del Congreso de los Diputados.

Me parece que se debería de tomar nota en Andalucía de esta doble y contradictoria manera de proceder. El Gobierno de la Junta de Andalucía que salga de las próximas elecciones autonómicas, sea el que sea, debería de resistir la tentación de ejercer la iniciativa legislativa para la reforma del Estatuto de Autonomía. Una cosa es haber tomado la iniciativa política de sugerir que tal vez sea conveniente reformar el Estatuto y otra muy distinta sería proponer un texto de reforma al Parlamento para su debate y aprobación. En el caso de que tras el 14 de marzo Manuel Chaves continuara siendo presidente de la Junta de Andalucía, no debería ir en este terreno más allá de lo que ya ha ido. Con la presentación de las bases para la reforma del Estatuto de Autonomía en uno de los plenos finales de la pasada legislatura concluyó el trabajo gubernamental en este terreno. A partir de aquí tienen que ser los grupos parlamentarios que se constituyan después de las próximas elecciones y de acuerdo con los resultados que arrojen las urnas los que tendrán que tomar la palabra en exclusiva.

Afortunadamente, disponemos de un buen punto de partida, que es el propio Estatuto de Autonomía actualmente en vigor. Precisamente porque el Estatuto de Autonomía es un buen Estatuto es por lo que no solamente podemos sino que debemos plantearnos la conveniencia de reformarlo. Toda la evidencia empírica democrática de que disponemos indica de manera inequívoca que únicamente se reforman las buenas constituciones. Las constituciones malas no son reformadas, sino que son simplemente sustituidas por otras. La reforma es una operación protectora de las reglas del juego político democrático, justamente porque se considera que el modelo de convivencia que tales reglas del juego ordenan debe ser preservado.

El que tal conveniencia sea apreciada y definida en su contenido y alcance parlamentariamente es una garantía insustituible de la idoneidad de la operación. Supone renovar el consenso político con base en el cual se ejerció inicialmente el derecho a la autonomía dentro de las posibilidades y límites que la Constitución estableció. Es la mejor manera en que puede expresarse la solidaridad intergeneracional en la que descansa la solidez de los sistemas políticos en todas las democracias dignas de tal nombre conocidas en el mundo. Es lo que cabe esperar que seamos capaces de hacer en la próxima legislatura. Sería bueno, en todo caso, que los distintos partidos se pronunciaran expresamente en este sentido en la campaña electoral a la hora de solicitar el voto a los ciudadanos.

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