Miedo a la ciencia
Aunque éste es el tipo de descubrimiento biomédico que se recompensa con un Nobel, la jerarquía católica no dará su brazo a torcer ante la clonación de embriones humanos con fines sanadores, al menos en las próximas décadas. Es el eterno miedo a la ciencia. Desde el destronamiento de la Teología como la emperatriz de las ciencias, las religiones no han dejado de recelar del progreso. Es comprensible: como los poetas, también los teólogos prefieren fascinarse con los misterios, más que con las certezas.
Casi cuatro siglos después de Galileo, que para librarse de la Inquisición hubiera aceptado que la Luna está hecha de queso verde, la historia es una letanía de precedentes ilustres, algunos chamuscados en la hoguera, como Giordano Bruno en 1600.
Aparte las vigorosas posturas antievolutivas del cristianismo -contra Charles Darwin y sus secuelas-, es proverbial la furiosa oposición de Roma al descubrimiento de la anestesia por James Young Simpson, en 1847, que facilitó el parto sin dolor -"Parirás con dolor", se maldijo a Eva tras el episodio de la manzana-. La polémica no cesó ni cuando Pío XII, en 1956, proclamó que la Iglesia ya no se oponía a ese avance de la ciencia médica, pero la historia registra quemas en la hoguera por tales brujerías contranatura.
También hubo execraciones contra Benjamin Franklin, el inventor del pararrayos, "impío intento de derrotar la voluntad de Dios" -tesis: si Dios quiere golpear a alguien, quién es Franklin para oponerse a sus designios-; y hubo más que palabras, incluso, contra la disección de cadáveres para el estudio de la medicina, cuyo inventor, Vesalio, médico en la corte de Carlos V, se libró del fuego -no del exilio- gracias a la curiosidad juvenil de Felipe II.
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