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Un gen clave en la evolución de la mente

El cerebro creció explosivamente en el linaje de los homínidos gracias a la selección darwiniana

Javier Sampedro

Las diferencias genéticas entre un mono y un ser humano son engorrosamente escasas, pero tienen una extraordinaria importancia. Sin ellas no habría lenguaje, ni pensamiento abstracto, ni sentido moral ni ciencia ni poesía. La esencia humana, de algún modo, debe estar contenida en unas cuantas erratas en el texto del ADN, y encontrarlas es uno de los problemas más interesantes a los que se enfrenta la biología evolutiva. Pero el genoma humano tiene más de 3.000 millones de letras. ¿Por dónde empezar?

Las primeras claves han aparecido en las últimas semanas. Bruce Lahn, del departamento de Genética Humana de la Universidad de Chicago, se ha centrado en la cualidad más llamativa que nos separa de los monos: el tamaño del cerebro. Las personas y los chimpancés éramos la misma especie hace seis millones de años. Por alguna razón desconocida, esa especie se dividió en dos por aquellas fechas. Una de ellas se quedó más o menos como estaba -de ahí vienen los actuales chimpancés-, y la otra emprendió una ruta evolutiva tortuosa, pero marcada, con pocas excepciones, por un crecimiento explosivo del cerebro: redondeando mucho, 500 centímetros cúbicos en el australopiteco, 1.000 en el Homo erectus y 1.500 en el Homo sapiens.

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Lahn razonó que los genes responsables del incremento evolutivo de la capacidad craneal tenían una gran probabilidad de ser los mismos que, en nuestros días, dirigen el crecimiento del cerebro en el feto y el niño. ¿Qué cabría esperar de estos genes? Que sus errores (mutaciones) causaran una drástica disminución del tamaño cerebral. Y eso es exactamente lo que pasa en una malformación congénita llamada microcefalia.

Lahn se ha centrado en el gen ASPM, uno de los cinco cuyas mutaciones causan microcefalia en humanos, y lo ha secuenciado (es decir, ha determinado el orden exacto de sus letras en el ADN) en siete especies de primates actuales, incluida la nuestra. Como cabía esperar, el gen ASPM humano es muy similar al del chimpancé, algo menos al del gorila, menos aún al del más distante orangután y así sucesivamente. Esto sólo significa que el gen ASPM, como cualquier otro, va acumulando cambios de bases (las letras del ADN) de manera lenta pero inexorable.

Pero los genetistas saben leer en esos cambios las huellas de la selección natural darwiniana. La idea es la siguiente (véase gráfico). Un gen (una hilera de miles de bases) es la información necesaria para fabricar una proteína (una hilera de cientos de aminoácidos). Cada tres bases del ADN se pueden considerar una palabra que significa un aminoácido de la proteína. Pero en el código genético hay muchos sinónimos: distintas palabras de tres letras que significan el mismo aminoácido.

Las mutaciones (cambios de letras) ocurren más o menos al azar en el ADN. Unas conllevan cambios de aminoácidos en la proteína, pero otras no, porque sustituyen la antigua palabra de tres letras por uno cualquiera de sus sinónimos. Cuando un gen se limita a variar erráticamente a lo largo del tiempo, muchos de sus cambios de letras en el ADN no tienen el menor efecto en la proteína (son cambios silenciosos).

Pero si el gen ha estado sometido a la selección natural darwiniana, sus variantes ventajosas (que necesariamente deben cambiar aminoácidos) se habrán impuesto en la población, y habrán barrido del mapa a casi todas las demás mutaciones (incluidas las silenciosas). Por tanto, si la razón entre las mutaciones que cambian aminoácidos y las que no lo hacen es mucho mayor de lo esperable por azar, tendremos una prueba de la selección natural en acción. Esto es exactamente lo que ha encontrado Lahn (Human Molecular Genetics, 13 de enero).

Sus datos demuestran que el gen ASPM ha estado sometido a selección natural durante los últimos 18 millones de años, y a una selección particularmente intensa en los últimos seis millones, mientras algo parecido a un chimpancé evolucionaba hacia el australopiteco, el Homo erectus y el lector.

La explicación más simple es que el gen ASPM es un determinante esencial del tamaño del cerebro, que algunas de sus mutaciones son capaces de hacerlo crecer aún más, y que esas mutaciones conferían tal ventaja a los homínidos que las portaban que se impusieron, en sucesivas oleadas, en la población de nuestros antepasados. Hoy, la inactivación del gen provoca microcefalia: un atavismo que devuelve el cerebro humano al tamaño típico de un australopiteco.

"La evolución del gen ASPM en los últimos 18 millones de años comprende varias docenas de cambios de aminoácido en la proteína", explica Lahn a este diario. "Esos cambios no ocurrieron todos a la vez, sino de uno en uno. Por tanto, cada cambio pudo hacer una pequeña contribución al aumento evolutivo del tamaño del cerebro. Sin embargo, en los humanos actuales que llevan mutaciones en ASPM, la función del gen se pierde por completo y resulta en una drástica reducción del tamaño cerebral".

El gen ASPM no es específico de los primates. De hecho, fue descubierto en la mosca Drosophila melanogaster en 1985 por el genetista español Pedro Ripoll, del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa (CBM), que lo llamó asp (la m de ASPM significa microcefalia). "El gen apareció en un rastreo de mutaciones relacionadas con la división celular que hicimos en Madrid Sergio Pimpinelli y yo", recuerda Ripoll. "Después pudimos demostrar, junto a Jesús Ávila [también del CBM], que afectaba al huso acromático, la estructura que distribuye los cromosomas en cada ciclo de división celular".

Y ésa es probablemente la clave de su papel en la evolución de los homínidos. Durante el desarrollo del embrión humano, las células progenitoras del cerebro pueden adoptar dos modos de división: el simétrico, que produce dos nuevas células progenitoras, y el asimétrico, que genera una sola célula progenitora y una neurona diferenciada, que ya no se divide más. Si el modo simétrico ocurre más, se producen muchas más células progenitoras, y por tanto un cerebro mucho mayor. Y quien decide si la división es simétrica o asimétrica es el huso acromático. Ahí es donde seguramente actúa ASPM, concluye Lahn citando el pionero trabajo de Ripoll.

Pero entonces, ¿por qué el gen ASPM no ha causado incrementos explosivos del tamaño del cerebro en otros linajes animales, como los insectos? "Es una buena pregunta", dice Lahn, "y sólo puedo especular que la presión selectiva para incrementar el tamaño del cerebro ha debido ser mucho más fuerte en la evolución humana que en otros linajes animales. El proceso pudo iniciarse por algún incremento cerebral ocurrido por accidente en nuestros primeros ancestros, que después habría disparado una huida hacia adelante, una selección natural por cerebros cada vez mayores y mejores".

Olor o color: una de dos

Un cráneo grande sólo es útil si uno sabe con qué rellenarlo, y la evolución del cerebro debe de haber implicado, junto al gen ASPM, a muchos otros genes relacionados con el ajuste fino de las funciones neuronales. Svante Pääbo y su equipo del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, en Leipzig (Alemania), acaban de aclarar un aspecto de este problema (PLoS Biology, número de enero). Según sus datos, los humanos podemos ver en color gracias a nuestro semiatrofiado sentido del olfato. Parece ser que no hay sitio en el cerebro para ambas cosas.

El fino olfato de los mamíferos se debe a una familia de más de mil genes: cada uno fabrica un receptor olfativo distinto, especializado en detectar una u otra molécula del entorno. El ratón tiene inactivados el 20% de esos genes. Los monos americanos, el 30%. Y los monos africanos (incluido el ser humano), nada menos que el 60%.

La mayor atrofia de los genes olfativos se correlaciona con la visión en color, que es exclusiva de los monos africanos. Los monos americanos tienen mucho más olfato, pero ven en blanco y negro. Sin embargo, hay una excepción: el mono aullador, que ve en color pese a ser americano.

Se trata de una de esas excepciones que confirman la regla, porque Pääbo y su equipo han comprobado que el mono aullador no tiene inactivado el 30% de sus genes olfativos, como sus compañeros de continente, sino cerca del 60%, como sus primos africanos. También en su caso, ha sido necesaria la atrofia del olfato para hacer sitio a la visión en color.

"No hay ningún mecanismo especial para inactivar los genes del olfato", explica Pääbo a este diario. "Por todo lo que sabemos, la mejor explicación es, simplemente, que estos genes dejan de hacer falta y se van deteriorando".

Se trata, aquí también, del más simple de los mecanismos darwinistas: si los individuos sobreviven pese a tener mutaciones en estos genes, las mutaciones se propagan libremente.

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